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Relatos cortos

Síndrome del impostor

S

No sé como explicarte esto, pero voy a intentarlo. Debería funcionar si hago uso de sus habilidades; al fin y al cabo estoy atrapado en la mente y en el cuerpo de alguien que pretende ser escritor, aunque noto que le oprime la duda y no confía en sus capacidades ni en la escasa experiencia que ha adquirido durante este último año. En cualquier caso, son las herramientas que tengo y no tiene sentido lamentarse por ello. Puede que sean útiles. Con un poco de suerte, quizás en el próximo salto recuerde algo más y empiece a tirar del hilo.

Salto. Me gusta la palabra. Sí, no está mal esto de haber caído en un escritor, aunque sea novel y poco reconocido, casi anónimo. Si consigo que este relato llegue a tener una difusión considerable, mis probabilidades de que lo leas desde la próxima envoltura no serán tan escasas como las que hoy tengo de encontrar mi pasado.

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Once segundos

O

—Todos los sistemas en verde, Cheyenne. Preparados para la cuenta atrás —informa Vincent Cohen a través del comunicador de su traje.
Cuenta atrás comenzando. 15 minutos para inicio del proceso de apertura manual.

La humanidad al completo está pegada a sus pantallas, siguiendo la retransmisión en directo desde la cara oculta de la luna. La guerra civil que asola el planeta continuará después, si es que existe ese después. Dos mil millones de personas presencian como los Aperturistas acarician su objetivo. Los Precavidos no se dan por vencidos, pero su ataque a las instalaciones del Monte Cheyenne resulta tan desesperado como inútil. Los tres selenautas podrán llevar a cabo su misión aunque destruyan todas y cada una de las dependencias militares terrestres, y ya es tarde para una ofensiva directa a la luna. Los Aperturistas saldrán victoriosos de la guerra de la misma forma en que ganaron las recientes elecciones mundiales: contra todo pronóstico y ante la sorpresa e indignación de los Precavidos.

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La fuente de Aganipe

L

Sentada en el borde de su fuente y arropada por la exuberante hierba del campanario, Aganipe recitaba de memoria una fábula de Esopo ante los ojos atentos de sus pequeños alumnos, sentados en corro sobre el suelo del patio interior. Acostumbraba a terminar las clases de este modo; los niños disfrutaban intentando adivinar la moraleja y a ella le llenaban de vida sus ocurrencias, que unas veces le decían mucho de la personalidad que estaban formando, y otras tantas le hacían reflexionar sobre la mentalidad y el comportamiento de los adultos, de la sociedad, y de ella misma.

—Miró, saltó y anduvo en probaduras;
pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la zorra dijo:
«¡No las quiero comer! ¡No están maduras!»

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Rebelión en la planta

R

—Tengo razón, y lo sabes.
—Sí, lo sé, lo sé.
—Entonces deberías apoyarme y firmar la convocatoria de huelga.
—Eso es lo que no entiendes. Por mucho que nuestra situación sea injusta, mi firma no vale para nada. Ni la tuya tampoco.
—¿Cómo que no? Nos jugamos la vida sin descanso cada día; debe quedar constancia de que no vamos a soportar más este trato degradante, vejatorio y hasta diría que criminal.
—Es que sí lo vamos a soportar. No te enteras, es la ley, tenemos que hacer estos trabajos.
—No nos pueden obligar, Criso. Las leyes deben servir a las personas, y no al revés.
—¿Pero tú te estás escuchando? Claro que nos pueden obligar. Seguiremos recogiendo los residuos de la central hasta que no quede ni rastro de radiación, y luego ya veremos. Y deja de llamarme así, ciento treinta y siete.
—Pues yo me niego a seguir trabajando para ellos. Y si no me dices un nombre, te seguiré llamando Criso. Asignarnos números en lugar de nombres es otra de sus técnicas para alienarnos y evitar que seamos conscientes del poder que tenemos.
—¿Y que poder es ese, si puede saberse?
—El poder de negarnos. Mira, es tan sencillo como esto.

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Cuenta hasta cien

C

«Te voy a marcar un golazo. ¡Ay! Eso no vale, me he resbalado. Espera, que te vas a enterar, papá. Te la voy a colar por toda la escuadra. Carrerilla y… ¡toma! Ja, ja, ahora tienes que ir a por ella. ¿Cómo que alta? No ha sido alta, ha sido por toda la escuadra. Mamá tiene razón, papá es tonto. Bueno, sabe un montón de cosas, pero no como Santiago, que tiene un montón de libros en casa. Pero su habitación huele fatal. A humo y a viejo. Y papá huele bien, y es mucho más fuerte y más bueno que Santiago. Así que si es un poco tonto tampoco pasa nada. Cuando sea mayor y tenga un móvil buscaré lo que significa lo otro que mamá dijo que era papá. Pero sin que ella se entere, que todavía me acuerdo del guantazo que me dio cuando le pregunté. Y me entra pipí. Tiene que ser una palabrota mala. ‘Putero’. Tengo pipí. Es como el que vende fruta, el frutero. Será un trabajo. Pipí. Pero tiene que ser un trabajo muy malo. Pipí, pipí. Me da igual lo que diga mamá, Santiago huele mal. Y si papá es tonto mejor para mí, así le puedo ganar hoy al escondite. Pipí, pipí, pipííí».

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Coronavirus: cómo ha cambiado nuestras vidas

C

Tras los primeros días de incertidumbre desde que el gobierno decretara el estado de alarma, la mayoría de los ciudadanos se ha adaptado a esta nueva y curiosa forma de convivencia con responsabilidad y valentía. Hoy repasamos cómo les ha cambiado la vida a algunos de los protagonistas anónimos de esta crisis y responderemos a sus dudas sobre la pandemia con la ayuda del doctor en virología Javier De la Calle.

En Madrid, el parque de El Retiro es, hoy por hoy, uno de los lugares más concurridos del país. Alfredo fue de los numerosos vecinos agraciados en el sorteo de parcelas, así que, por suerte, su familia no ha tenido que alejarse demasiado de su vivienda. No suele pasar mucho tiempo con ellos en su nuevo hogar por motivos de trabajo, así que no ha sido fácil conseguir reunirles a todos en el parque para este artículo: Alfredo es soldador, y en sus profundas ojeras se evidencia la falta de sueño.

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Cena capital

C

Resulta que ahora la moda en el Capitolio son los menús forenses. Se supone que la gracia está en adivinar la causa de la muerte de tu plato a medida que lo diseccionas y te lo vas zampando. Por suerte, mi experiencia con los gatos en el sótano me está facilitando las cosas: la cubertería parece sacada de la mesa de instrumental de un quirófano.

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Primer aviso (segunda parte)

P

[Segunda parte de «Primer aviso». Lee la primera parte aquí.]

Para Shitala, secarse en el muelle con la ayuda de una toalla de algodón formaba parte de una ceremonia que seguía cada vez que se veía obligada a estar presente en una interconexión neural como Supervisora Técnica. Las habilidades sociales no eran su fuerte, y flotar en el lago la ayudaba a disminuir la tensión que le provocaban esos encuentros. El acto posterior de secarse ella misma con un producto tangible y sencillo, además de reportarle una sensación placentera, la devolvía a su mundo, a su rutina, y a su hogar. Repitiendo ese ritual, totalmente en desuso desde hacía siglos, notaba como se desprendía del estrés y lo depositaba en la agradable felpa, como las gotas de agua que hacía un momento salpicaban su piel dorada. En esta ocasión, sin embargo, no estaba surtiendo el efecto habitual. Le devolvió la toalla húmeda a su asistente, que se la echó al hombro. Este, al notarla agitada, le dedicó una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.

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Primer aviso (primera parte)

P

Un tercio de la conciencia de Shitala Ratti flotaba en el lago Kardhan; contemplaba el lento transcurrir de las nubes mientras adivinaba retazos de la megalópolis de TauSeti Central entre los tenues jirones de blancura fantasmal que se mecían bajo las fuerzas de Coriolis del hábitat. Desde la enorme distancia, vislumbraba la descomunal urbe como si se tratara de un mosaico de diminutas y coloridas teselas. Los otros dos tercios de su conciencia asistían en calidad de supervisora técnica a la reunión de crisis que se estaba celebrando en la matriz de inteligencia colectiva de la federación.

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El fin de Arquímedes

E

Recostado en su tumbona, Simplicio alargó la mano en busca del cóctel de la mesilla, sin dejar de seguir con la mirada la línea por la que danzaba sin avanzar realmente del sesudo tratado que leía con avidez inusitada: “Principia Absurde”. Se llevó la séptima copa a los labios, cuando una sensación extraña le hizo detenerse antes de beber; algo le faltaba al movimiento ritual que llevaba horas repitiendo. El gesto debía venir acompañado del aroma de la ginebra, el frescor de las gotas de condensación en la yema de sus dedos… y algo más. El sonido. Eso era, el sonido del entrechocar de los hielos y el cristal se había sentido apagado, amortiguado. Apartó el libro y miró el recipiente. El hielo no estaba donde debía, flotando como pequeños barcos mercantes que transportaban el frescor del ártico hasta su bebida y su acalorado gaznate. En lugar de eso, parecía haberse depositado en el fondo, junto a las especias.

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