Primer aviso (segunda parte)

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[Segunda parte de «Primer aviso». Lee la primera parte aquí.]

Para Shitala, secarse en el muelle con la ayuda de una toalla de algodón formaba parte de una ceremonia que seguía cada vez que se veía obligada a estar presente en una interconexión neural como Supervisora Técnica. Las habilidades sociales no eran su fuerte, y flotar en el lago la ayudaba a disminuir la tensión que le provocaban esos encuentros. El acto posterior de secarse ella misma con un producto tangible y sencillo, además de reportarle una sensación placentera, la devolvía a su mundo, a su rutina, y a su hogar. Repitiendo ese ritual, totalmente en desuso desde hacía siglos, notaba como se desprendía del estrés y lo depositaba en la agradable felpa, como las gotas de agua que hacía un momento salpicaban su piel dorada. En esta ocasión, sin embargo, no estaba surtiendo el efecto habitual. Le devolvió la toalla húmeda a su asistente, que se la echó al hombro. Este, al notarla agitada, le dedicó una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.

—¿Qué tal el baño, Shitala? ¿O debería llamarla «Ilustrísima Regenta de TauSeti»? —bromeó, soltando una sonora carcajada.
—Vete al cuerno Brahm. Y cámbiate. Ponte algo más formal, que no estoy para coqueteos.

El atlético y desenfadado surfista asintió con rostro serio, se giró para dejar la toalla en la barandilla del muelle, y al darse la vuelta su vestimenta había cambiado por completo. Su rostro también. La acechante y perturbadora mirada de Khorus Dai la sorprendió bajo la sedosa capucha de su túnica blanca.

—Venga, no me jodas. No tiene gracia. —protestó Shitala, dándole un empujón. Pero había conseguido sacarle una sonrisa.
—Eso es porque no te has visto la cara. Venga, vamos a casa y me cuentas qué tal ha ido la reunión, señora Regenta.

Brahm modificó de nuevo su aspecto por el que Shitala conocía desde hacía más de medio siglo, cuando Pragati se lo regaló. Desde el momento en que ella decidió abandonarla para poner fin a su vida, el asistente pasó a ser lo más parecido a una pareja que Shitala tenía. Su último obsequio ocupaba su lugar, y no era el único hueco que llenaba. Sin él, estaría perdida. Lo sabía, y agradecía su compañía, pero la sensación de dependencia que le provocaba también hacía que la relación fuera complicada; el tira y afloja emocional era constante. El autoconsciente bromeaba a menudo al respecto, riéndose de que a pesar de sus más de doscientos cincuenta años de existencia, Shitala aún no hubiera aprendido a dominar el arte de la vida en pareja con un «simple autómata sin alma».
En el corto trayecto a casa, la avalancha de comunicaciones que recibió Shitala le ofreció una imagen poco halagüeña de su nueva coyuntura. Le dio algunas indicaciones básicas a Brahm para que gestionara las entradas menos relevantes y se dijo a sí misma que, cuanto antes, se sentaría en su escritorio y se pondría manos a la obra. Té en mano, por supuesto.
Tras subir las escaleras del porche trasero de su casa, justo en el umbral de la puerta, Brahm se detuvo bruscamente, la agarró del brazo y la colocó con firmeza detrás de él. Por comunicación neural encriptada, le mandó un mensaje de emergencia: «SILENCIO». Siguieron la conversación por esa vía.

—¿Qué ocurre?
—Hay alguien en casa. No se identifica, no se comunica.
—¿En casa? ¿Dentro?
—Sí. Te paso los datos.

Efectivamente, los sensores domóticos habían detectado una presencia orgánica en el interior de su vivienda. A pesar de su relevancia política, Shitala era bastante laxa con respecto a su propia seguridad. TauSeti era una sociedad prácticamente exenta de violencia, y no tenía que preocuparse por el espionaje: toda su producción profesional era de dominio público. No había nada que temer, y se negaba a ceder a la paranoia que afectaba a la mayoría de los cargos de otros ramos de la Gerencia. Aún así, Brahm parecía pensar de otro modo y disponía de sus propias herramientas. Los infrarrojos del sistema de climatización no dejaban lugar a dudas: alguien estaba sentado en su salón.

—No sé como demonios ha llegado hasta ahí. Esto no me gusta, Shitala.
—¿Y qué pretendes que hagamos, salir corriendo? Brahm, si Seguridad Interior no nos ha avisado de nada, es que no hay de qué preocuparse. Suéltame. Es mi casa y voy a entrar.

Brahm se guardó sus temores para sí mismo y liberó el brazo de Shitala. Sin embargo, cortó discretamente sus comunicaciones con el exterior para evitar distracciones y posibles ataques, a la vez que activaba todos sus sistemas de seguridad locales. Tuvo que rescatar de memoria profunda la experiencia necesaria para usar algunos de ellos. Jamás había tenido que usarlos al servicio de Shitala, y preferiría no tener que hacerlo. Le haría muchas preguntas que no querría responder.

Ella abrió la puerta fingiendo naturalidad y tranquilidad. Brahm la seguía tan cerca como podía. Se dirigió al salón. Allí se encontraba, sentado. Un varón de edad avanzada para los estándares de TauSeti. Rostro anguloso, cabello ligeramente ondulado, cano y bien peinado. Vestía ropa informal, como si estuviera en su propia casa. Estaba sentado con un brazo encima del respaldo del sofá; relajado, demasiado para alguien que allanaba la vivienda de la Regenta. Con la otra mano jugueteaba con una moneda. Con una indiferencia insultante, alzó la vista al frente en lugar de hacia los recién llegados, y habló con voz cansada.

—¿Te parece divertido lo que has hecho? ¿O lo tuyo es pura inconsciencia? —Ahora sí, se dignó a obsequiarla con una mirada gélida.
—¿Quién…? —Brahm intentó adelantarse, pero Shitala le detuvo tapándole la boca con su mano izquierda.
—Mi asistente está preocupado, pero yo estoy segura de que hay una explicación razonable para esta situación. Así que le sugiero que me la dé usted cuanto antes y abandone mi domicilio. Tengo mucho trabajo que hacer.
—No lo tienes, Shitala Prawiranega Rati. Quedas relevada de todos tus cargos.
—¿Disculpe? —reprochó Shitala, llevándose las manos a la cintura y frunciendo el ceño.
—No tiene disculpa alguna.

Mientras se levantaba, el hombre lanzó la moneda al aire en un gesto que colocó a Brahm en niveles de alerta crítica. Pero el intruso solo la recogió y la volcó contra el dorso de la otra mano. Ya en pie, la descubrió para ver el resultado, y se dirigió, de espaldas a ellos, hacia la puerta principal. Shitala temblaba, luchando sin éxito por no sonar histérica al dirigirse a la figura que se alejaba.

—No sé qué demonios cree que le da derecho a entrar en mi casa y soltarme tremenda sarta de incongruencias que va contra todas las leyes de TauSeti y las normas de… ¡¿Pero quién coño se cree que es usted?!

En el umbral de la puerta recién abierta, el hombre se giró. Su cabello plateado, meduseo, se agitaba en el aire. Le dirigió una mirada profunda y amenazadora que le heló los huesos. Guardó la moneda en el bolsillo de su cazadora, y replicó sin pestañear:

—Yo, jovencita impertinente, soy Alhama Sukarto Layar Benza, y tus jueguecitos terminan aquí y ahora.

El pelo de Alhama seguía moviéndose a sacudidas al otro lado del cristal de la puerta. Era un día apacible, y Shitala no tardó en darse cuenta de lo que provocaba las efectistas ráfagas de viento. Una nave patrulla y una brigadista de Seguridad Interior se estaban posando en su jardín. Alhama se dirigía a la primera, y la segunda comenzaba a descargar drones y arañas mientras la plataforma inferior se desplegaba y dejaba entrever las botas de varios agentes en su interior.

Brahm atrapó el rostro desencajado de Shitala entre sus manos y la obligó a mirarle a los ojos.

—Shitala, ahora más que nunca tienes que confiar en mí. —Shitala, todavía en shock, asintió—. ¿Recuerdas aquel juego que hacíamos en la cama y que a mí me gustaba tanto? —Shitala sacudió el rostro con desconcierto, para luego volver a asentir en silencio. A través de la ropa holográfica de Brahm, su piel se veía cada vez más brillante—. Bien. Necesito que me autorices el control completo de tu cuerpo, ¡ahora!

Brahm se desplomó y se convirtió en el foco de una onda expansiva invisible que cogió por sorpresa a las arañas que ya entraban por la puerta. Al instante, se convirtieron en pequeños títeres inanimados, entre chasquidos y chispas. El cuerpo desnudo de Brahm ya molestaba a la vista y se acercaba a un inquietante rojo blanco. Varios drones cayeron al suelo del jardín. Los guardias se acercaban al galope hacia la puerta. Uno de ellos aplastó con su bota reforzada uno de los aparatos inertes sin perturbar su carrera lo más mínimo. Eso fue lo último que supo Shitala de sus perseguidores antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo por el porche trasero. Saltó la barandilla como en sus tiempos mozos de Yamakasi en TauSeti central. Ella ya no controlaba sus movimientos, pero su cuerpo reconocía la vieja coreografía. En apenas veinte segundos, atravesó la distancia que la separaba del muelle, cogió un respirador del cajetín de la última torreta del pantalán, y se zambulló de cabeza en el agua. Justo a tiempo para evitar la explosión que voló por los aires su bonita casa del lago.

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