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Coronavirus: cómo ha cambiado nuestras vidas

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Tras los primeros días de incertidumbre desde que el gobierno decretara el estado de alarma, la mayoría de los ciudadanos se ha adaptado a esta nueva y curiosa forma de convivencia con responsabilidad y valentía. Hoy repasamos cómo les ha cambiado la vida a algunos de los protagonistas anónimos de esta crisis y responderemos a sus dudas sobre la pandemia con la ayuda del doctor en virología Javier De la Calle.

En Madrid, el parque de El Retiro es, hoy por hoy, uno de los lugares más concurridos del país. Alfredo fue de los numerosos vecinos agraciados en el sorteo de parcelas, así que, por suerte, su familia no ha tenido que alejarse demasiado de su vivienda. No suele pasar mucho tiempo con ellos en su nuevo hogar por motivos de trabajo, así que no ha sido fácil conseguir reunirles a todos en el parque para este artículo: Alfredo es soldador, y en sus profundas ojeras se evidencia la falta de sueño.

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Cena capital

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Resulta que ahora la moda en el Capitolio son los menús forenses. Se supone que la gracia está en adivinar la causa de la muerte de tu plato a medida que lo diseccionas y te lo vas zampando. Por suerte, mi experiencia con los gatos en el sótano me está facilitando las cosas: la cubertería parece sacada de la mesa de instrumental de un quirófano.

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El fin de Arquímedes

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Recostado en su tumbona, Simplicio alargó la mano en busca del cóctel de la mesilla, sin dejar de seguir con la mirada la línea por la que danzaba sin avanzar realmente del sesudo tratado que leía con avidez inusitada: “Principia Absurde”. Se llevó la séptima copa a los labios, cuando una sensación extraña le hizo detenerse antes de beber; algo le faltaba al movimiento ritual que llevaba horas repitiendo. El gesto debía venir acompañado del aroma de la ginebra, el frescor de las gotas de condensación en la yema de sus dedos… y algo más. El sonido. Eso era, el sonido del entrechocar de los hielos y el cristal se había sentido apagado, amortiguado. Apartó el libro y miró el recipiente. El hielo no estaba donde debía, flotando como pequeños barcos mercantes que transportaban el frescor del ártico hasta su bebida y su acalorado gaznate. En lugar de eso, parecía haberse depositado en el fondo, junto a las especias.

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La felicidad viene en frasco pequeño

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“ÚLTIMA NOTIFICACIÓN previa a desahucio: Sr. Perfecto Quepo Bretón, […] Cantidad demandada: 666€ […]”.

Perfecto hizo una bola con la carta, la tiró a la basura y se dirigió al cuarto de baño a llorar un rato. No sabía qué razón le impulsaba a enterrar la cabeza en el lavabo y derramar las lágrimas en el seno, apoyado con los codos en los bordes y con la frente en el grifo. No podía imaginarse que era un mecanismo de supervivencia de su subconsciente. Invariablemente, cuando pasaba a la acción, determinado ante lo injusto de su infortunio, levantaba la vista para abrir el armario camerino, se enfrentaba a su propia imagen en el espejo; esta le miraba extrañada por una enorme marca roja, como un tercer ojo bajo el flequillo despeinado, y entonces le entrara la risa floja. Si no le diera ese ataque de risa histérica cada vez que llegaba a ese punto, hacía tiempo que habría abierto el pequeño frasco y le habría puesto fin a su dramática historia.

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El hedor de la magia

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A pesar de sus incontables intentos fallidos, Estíncalot seguía adelante, empecinado en su infructuosa búsqueda. Incansable, atravesaba olas que triplicaban en altura el mástil de su pequeño velero; olas que le azotaban el rostro y a las que ofrecía sin pestañear su mejor sonrisa. Porque bajo el abrumador sentimiento de vulnerabilidad e impotencia que solo la inmensidad del océano es capaz de suscitar; bajo esa sensación de insignificancia que únicamente los marinos conocen, el aguerrido mago albergaba una llama. No había perdido la esperanza de avistar tierra, y al fin, encontrar a alguien con vida. Esa pequeña llama le mantenía firme, le hacía seguir en pie. Eso, y las almorranas.

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Dr. Romaoñartxe

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—¿Cómo que no podemos volver?¡¿Se han vuelto locos?! —vociferó Ortega.
—¿De verdad le extraña, alférez? —replicó el Dr. Romaoñartxe, levantando la vista del microscopio y mirándole por encima de la montura de sus gafas de cerca—. ¿Tal y como están las cosas ahí abajo, y con la exquisita diplomacia que destila su capitán aquí arriba?

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Cuarentón, padre y zapatero

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En realidad no debería preocuparse tanto por abrir la zapatería a su hora. Casi nunca aparecía nadie tan temprano, y cuando llegaban a esas horas no solían ser clientes. Comerciales de seguros insistiendo en el daño que le haría un incendio y lo bajas que eran las cuotas que ofrecían; agentes inmobiliarios que entraban directamente señalando las grietas en la pared o las humedades del techo, para luego hacerle una oferta por el local como el que le hace un favor; practicantes de alguna religión que venían a mostrarle la infinita bondad de su dios pero no la infinita capacidad de su bolsillo; o el enésimo activista del enésimo grupúsculo minoritario que quería pegar un cartel en la puerta para visibilizar el calvario por el que estaban pasando los suyos por ser diferentes. Si Ramiro les contara.

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Abandono en el gallinero

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Reveloca estaba harta de tanto cacareo y tanta pluma revoloteando en el aire. La pelea de gallos había terminado, pero la nube de pelusa seguía flotando en el ambiente. Como cada mañana desde la semana pasada, miró hacia arriba camino a su ponedero. En la eterna oscuridad atravesada por estrechos haces de luz que se escurrían entre los tablones, hoy ni siquiera se veía la intrincada madeja de tubos que cubría las paredes y el techo del gallinero. El hedor a heces y madera podrida ya era difícil de apreciar debido a la costumbre, pero es que hoy era sencillamente indistinguible bajo el marcado olor a plumón de las pollas.

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¡Grñá!

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Incluso después de cincuenta años entrando en la porqueriza a dar de comer a los cerdos todos los días, Saturnina no terminaba de acostumbrarse al olor. Como cada mañana, salió de allí escopetada, sacó un pañuelo de su voluminoso escote, lo desenrolló dejando caer las ramitas de romero de su interior, y con el lomo doblado, se tapó la nariz y la boca con él hasta que se le pasaron las arcadas. Buenos días, campo.

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Y nada más que la verdad

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“Estamos atravesando dificultades técnicas. O más bien psiquiátricas. Porque se está liando parda en la sala del realizador. No sé si volveremos, hagan zapping o lo que les de la gana. Yo me voy”. Lo último que se escuchó antes del pitido de la carta de ajuste fue “¿Pero esto qué es? ¡¿Pero esto qué eees?!”

Gonzalo era un tipo sencillo. Por no decir simple, que podría llevarnos a pensar que no tenía muchas luces. No era eso, que también. Era que no le daba muchas vueltas a las cosas, se conformaba con lo que tenía y disfrutaba de la rutina, cosa difícil de encontrar en el mundo en el que vivimos. Era un tipo feliz.

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