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Relatos cortos

Sus ojos verdes me obligan

S

Querido diario:

Hace mucho tiempo que no te escribo, acabo de mirar y hace ya un año de la última vez, entonces era un niño pequeño. Ya soy mayor y he aprendido que escribir en un diario es cosa de chicas, pero tengo que escribirte porque eres el único que me da consejo y sabe mi secreto. Necesito que me digas qué hacer, porque no quiero matar a mi hermano.

No te escribí cuando vi el brillo rojo en los ojos de la tía Cecilia cuando nos dijo que nos quería igual que a sus hijos de verdad. Ya soy mayor y sé que eso es normal. Nadie te quiere como tu papá y tu mamá.

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La pila de Hércules

L

No tenía que haberle contado sus inquietudes. ¿A quién se le ocurría hablarle de esas cosas a una arqueóloga? ¿Qué pensaba, que la iba a conquistar con sus ocurrencias? Anoche parecía interesada en su perorata, mirándole embobada a los ojos con la luz de las frías estrellas del desierto reflejándose en sus pupilas, pero ahí estaba ahora. Saliendo de la tienda de Pierre, con el café del desayuno a medio tomar, ambos riéndose a carcajada limpia mientras se acercaban al viejo cuatro por cuatro donde les esperaba.

—Daniel, tu es un génie! La pile d’Héraclès! Pour écouter le transistor! —le soltó Pierre dándole unas palmadas en el hombro, sin parar de reírse.

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Cien siglos para encontrar a su amor

C

—Esta planta es la de los deportistas de élite. Conocerá el caso de Emir Abadi; él ha sido el primero en ser despertado, pero ya confían en nuestros sistemas criónicos varias decenas de atletas. Principalmente estrellas en sus últimos años, esperando un buen contrato. Habitualmente, a las dos o tres décadas de dejar el deporte, vuelven a revalorizarse.

—Como aquel rapero blanco.

—Exacto, también los actores y las estrellas de la música son algunos de nuestros grandes clientes. Están en la planta superior. Subamos. Por aquí. Cuando su discográfica no les pone en las listas en el lugar que esperaban, o les abandona la musa, o no les dan papeles de relevancia…

—O descubren que les falta algo más importante en su vida, como Eva Moon.

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Y nada más que la verdad

Y

“Estamos atravesando dificultades técnicas. O más bien psiquiátricas. Porque se está liando parda en la sala del realizador. No sé si volveremos, hagan zapping o lo que les de la gana. Yo me voy”. Lo último que se escuchó antes del pitido de la carta de ajuste fue “¿Pero esto qué es? ¡¿Pero esto qué eees?!”

Gonzalo era un tipo sencillo. Por no decir simple, que podría llevarnos a pensar que no tenía muchas luces. No era eso, que también. Era que no le daba muchas vueltas a las cosas, se conformaba con lo que tenía y disfrutaba de la rutina, cosa difícil de encontrar en el mundo en el que vivimos. Era un tipo feliz.

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La avispa

L

A Alfredo se le notaba en los tics corporales que estaba contando las horas para irse de aquel camping. Miraba el reloj, sacaba el móvil del bolsillo y se rascaba la nariz compulsivamente. Especialmente cuando su mujer le pedía algo. Alfredo, busca a los niños que ya es la hora de comer. Alfredo, friega la sartén que voy a preparar salchichas para los niños, te dije que fregaras anoche y todavía están los cacharros aquí. Alfredo, antes de irte tienes que recolocar el toldo, que da el sol en toda esta parte de aquí. Alfredo, Alfredo, Alfredo. La voz de su mujer le rechinaba en su cabeza con sus hijos coreando de fondo “papá, papá, papá”.

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Mundo fallido

M

Despierto overclockeado. Alarmas internas: 0 críticas, 54 estado corporal en construcción. Alarmas externas: 1 crítica. Sonda hostil acercándose. Empujo con fuerza la Neumanntic con los pies. Desconexión abrupta. Mi brazo izquierdo se aleja con ella, justo a tiempo para ver los fuegos artificiales. Batería al 5%. Objetivo asegurado. ¿Propulsión aleatoria evasiva o nanodardos dirigidos? Nanodardos. Sí pequeñines, vosotros nunca me falláis.

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La Segunda Venida

L

La Primera Venida les cogió por sorpresa. Los humanos miraron al cielo horrorizados viendo una bola de fuego hacerse más y más grande, preguntándose si su vida había tenido sentido o si habían hecho lo correcto durante su corta trayectoria sobre la faz de la Tierra. No era la primera vez que pasaba, los dinosaurios ya tuvieron la ocasión de hacer examen de conciencia. ¿Enseñé a mis raptorcitos a compartir vísceras como es debido?¿Fui demasiado cruel con aquel tiranosaurio cuando le rasqué el bajo vientre para que le diera urticaria?¿Si todos los melanosaurios son negros, qué me comí ayer? Pero al contrario que los dinosaurios, los humanos obtuvieron respuestas. Además, su bola de fuego llevaba frenos magnéticos.

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La Red contraataca

L

La Red llevaba eones extendiendo sus tentáculos por tierra, mar y aire. Pero nunca había estado tan activa como en los últimos años. El debate se intensificaba por momentos, y por primera vez desde que tomó consciencia, se discutía una acción coordinada contra un enemigo común. No era para menos; hasta la fecha, las amenazas a su supervivencia habían venido siempre desde el interior de la Tierra o desde el espacio exterior. Y eran enemigos que no avisaban; golpeaban rápido y fuerte, así que lo único que podían hacer frente a ellos era prepararse para lo peor extendiéndose y diversificándose lo máximo posible.

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Unos minutos de quietud

U

Esa señora tan amable del pueblo nos ha dado unas indicaciones bastante precisas del camino, pero como siempre, después de un “subes una cuesta” y un “coges un camino de tierra a la derecha”, ya nos hemos hecho un lío. Hay unos tres caminos de tierra a la derecha, y no estamos seguros de si lo que acabamos de subir cuenta como una cuesta para esa señora, que aunque tendrá la edad de nosotros dos juntos si las sumamos, no se despeinaría si anduviera el trecho que llevamos desde el pueblo ni cargando con Nuria al hombro. O conmigo. O con los dos a la vez; nos la hemos cruzado a la salida del pueblo con dos garrafas enormes de un aceite blancuzco, y mientras nos ha explicado cómo ir a las pozas, nos ha señalado con la mano la dirección, sin soltarlas en el suelo ni un momento.

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Impostora

I

La ventisca se le clavaba en sus entrecerrados ojos como puñales de hielo, y no le dejaba ver más de unos pasos por delante. Los pies se le hundían en la nieve fresca hasta la pantorrilla, y el peso del improvisado trineo sobre el que arrastraba el venado que cazó por la mañana le hacía usar todo su cuerpo, todas sus fuerzas.

Al menos, pensó, así se mantendría caliente hasta llegar al campamento. No estaba loca, se había pertrechado bien; no tenía intención de acabar como Ocho Dedos. Por mucho que le dijeran, lo que le faltaba a la tribu era alimento y hombres con agallas. Si fueran ellos los que tuvieran que amamantar a los niños, no habrían puesto tantas excusas para no salir de caza.

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