Esperanza derramada

E

Apoyado en las paralelas, empeñado en dar un quejumbroso paso tras otro, repasaba una vez más lo que ocurrió aquella mañana, setenta y ocho días antes. Salió de casa a las 6:45; hacía un frío que pelaba, pero como tenía el coche aparcado cerca no se abrigó demasiado. Tuvo que darle un par de veces al contacto para arrancar. Se esperó un poco a que se calentara el habitáculo y se fuera un poco el vaho de la luna delantera. Se puso en marcha. No tenía buena visibilidad al principio, pero al llegar al segundo semáforo del barrio no había ningún cristal empañado. Lo recordaba bien porque el sol despuntaba y el de los pañuelos le brindó como cada día su tenaz sonrisa a través de la ventanilla del conductor. Él le contestó con su mueca de disculpa, manida ya de tanto usarla. Era su trayecto habitual de camino al trabajo, el tráfico era denso pero no llegaba al atasco. En el semáforo antes de la incorporación a la autovía, el último del barrio, iba el primero. En su retrovisor interior, el conductor del SUV negro que iba detrás de él, el que pasó de largo cuando se la pegó después, gesticulaba airado, quejándose de que no se hubiera saltado el semáforo como todo el mundo.

Semáforo en verde. Arrancó diligente, y perdió en el retrovisor al tonto del SUV mirando su móvil, tanta prisa como llevaba. Tomó la curva de la incorporación, acelerando sin prisa pero sin pausa. En esa curva se le repetía siempre en su cabeza la voz de su padre, “acelera suave en la curva, te da más agarre”. Es curioso como la memoria nos recuerda insistente algunas voces en nuestros gestos cotidianos, una y otra vez, como a niños a los que hubiera que estar corrigiendo constantemente. Fue un instante de pánico lo que provocó el volantazo que le hizo llevarse el quitamiedos por delante y acabar en la cuneta, atrapado en un amasijo de plástico, metal y dolor. No era una mosca lo que recordaba, no señor, dijera lo que dijera el oftalmólogo. No tenía forma redondeada, sino angulosa. No era translúcida, sino negra. Y no era pequeña en absoluto. Ocupaba parte del asiento del copiloto y del exterior de su vehículo. Atravesaba la puerta y estuvo allí solo un momento, un parpadeo. Lo suficiente para arruinarle la vida.

La chica miraba el móvil como siempre, levantando la vista únicamente para ofrecerle la silla cuando llegaba extenuado al final de las barras. La idea de rehabilitación que tenía esa enfermera parecía ser la de echar la tarde en aquella sala haciendo el menor esfuerzo posible. Ella incluida, por supuesto. Así que el esfuerzo mental de los martes y jueves era doble. Él ya no ocultaba su desprecio, y a veces empujaba con desaire la silla, dándose la vuelta para seguir caminando él solo. No le iba a amargar la vida una empleada vaga y negligente. Jaime entró en la sala de ejercicios, al parecer impaciente por llevárselo, porque aún le faltaba un cuarto de hora. Mañana le contaría a Margarita —la de los lunes, miércoles y viernes—, lo que le pasó anoche en casa. A Jaime ya se lo había dicho y le había tomado por tonto. Se lo notó en esa media sonrisa suya. No le iba a dirigir ni media palabra más en el camino de vuelta. Su hijo le ayudaba desde el accidente, pero no más de lo que podría haber hecho un taxista por un poco de plata. No se lo reprochaba; quería a su hijo y sabía que él también lo hacía a su manera, pero todos tomamos caminos en la vida y algunos nos separan de aquellos a quienes amamos.

Intentó repetir minuciosamente lo que hizo el día anterior, algo que no le costaría mucho siendo como era un hombre de rutina. Encendió la radio para tener algo de compañía, y el calentador de la mesa de camilla para no helarse después en ese rincón del salón. Fue hasta la cocina apoyándose en las muletas sin quejarse del dolor de cada paso. Al llegar a la encimera, las dejó descansar en la mesilla auxiliar. Alcanzó un vaso y un plato de encima del fregadero, y los acercó junto al frigorífico. Lo abrió, se sirvió un vaso de leche, y preparó allí mismo, de pie, el mismo sandwich de jamón y queso que sería su cena. Se sentó un momento a esperar que la sandwichera soltara un poco de ese jugoso vapor que le decía que el queso ya estaba derretido y el pan se encontraba en el punto que a él le gustaba. Se levantó de nuevo, cogiendo la bandeja y una servilleta del servilletero de la mesilla. Puso encima de la bandeja el plato con su frugal cena envuelta en papel de aluminio, y colocó el vaso de leche de forma que peligrara lo mínimo posible. Volvió al salón exactamente como lo hizo la noche anterior: tomó solo la muleta izquierda, y con la bandeja agarrada de forma precaria con su mano derecha, se dirigió a su rincón del salón. Como ayer, algo de leche se derramó en la bandeja. Pero no mucho. Cada día derramaba menos.

Se sentó, se arropó, apagó la radio y encendió el televisor. La presentadora escupía con una sonrisa las mismas estúpidas noticias. Es invierno y hace frío. La gente manda vídeos estúpidos de nieve y hielo. Un cachorrito hace una monada. Fútbol. Publicidad. Acabó su cena y lo apagó todo. Al principio del pasillo, la esperanza le subió hormigueando desde el vientre cálido y agradecido. ¿Volvería a suceder? Terminó su rutina en el baño y se acostó rendido, con el deseo apagado de volver a despertarse como anoche. Pero no ocurrió. Esa noche se despertó como cualquier noche para ir al servicio a mear dando sufridos pasos de dolor. Esta vez, además, bañando sus arrugas con lágrimas de decepción.

En la vacía sala de rehabilitación, Margarita quería creerle, pero no podía. Se le notaba en los ojos. Aún así, él se dio cuenta de que evitaba pronunciar la palabra deliberadamente. Lo escuchó con atención mientras le acompañaba en su lento pero decidido avance en las paralelas. Se tocaba el cuello de vez en cuando, dolorida. A pesar de que empezaba a resultar evidente para él mismo que su historia no era más que un sueño, ella calló. Ni él se creía ya lo que le contaba con un entusiasmo que se desvanecía con cada nueva palabra que salía de su boca, con cada jadeo por el esfuerzo de llegar al final de las barras. Levantarse en mitad de la noche y correr por el pasillo, frenando para deslizar durante el tramo final, como cuando era niño. ¿Qué podía ser eso sino un lindo sueño? Pero ella calló. Sonreía, pero sus ojos se tornaban húmedos. Al final del trayecto, ella puso sus manos encima de las suyas.

—Fernando, yo también la he visto.

No tuvo tiempo de reacción, y aunque lo hubiera tenido, su peso muerto era demasiado para ella. Todo acolchado como estaba, no había necesidad de agarrarle, pero Margarita no pudo evitar el gesto de sujetarle, y cayó al suelo con él. Allí solos, tumbados, llorando los dos, mirando al cochambroso techo gris salpicado de rectángulos de luz, acabaron riéndose de la vida y disfrutando de un momento de confianza cómplice.

—¿Ves las moscas, Margarita? —Señaló, siguiendo con el dedo a una de las que flotaba ante sus ojos, esquiva—. Son como pompas, algunas redondas y otras alargadas. Si las sigues con la mirada, se alejan. Pero si juegas un rato a prestarle atención ignorándolas, a observarlas sin mirarlas, puedes hacer que se detengan y verlas como realmente son. Es como mirar de reojo por el retrovisor. Pruébalo, es algo muy curioso.

Margarita intentó concentrarse durante un rato, pero no podía dejarlas quietas. Se escabullían hacia la periferia, como tímidas criaturas que huían de una fotógrafa en un bosque de ensueño. Se rindió pronto, no podía dejar de pensar en lo que le atormentaba.

—La sombra, ¿qué es?
—No lo sé. Hay cosas que es mejor no preguntarse.

Margarita se levantó, acercó la silla de ruedas, y ayudó a Fernando a incorporarse. Ya era bastante por hoy. A pesar de las evasivas de Fernando, siguieron conversando sobre lo sucedido. Le contó que fue en la azotea de su edificio, mientras tendía sus pijamas de trabajo. Sus turnos eran tan caóticos que tuvo que tender de noche y no había luz, así que encendió la linterna del móvil y lo dejó en una esquina, apoyado en un balaustre. Como él, la vio por el rabillo del ojo. Algo grande, oscuro, como un humo negro perfilado por tensos ángulos amenazadores. Giró el cuello con brusquedad. Del sobresalto pensó que se le iba a salir el corazón del pecho. Pero allí no había nada.

Ella le explicó lo que eran las moscas volantes, y aunque ya conocía la historia por el oftalmólogo, la dejó contársela otra vez. Él ya sabía que no tenían nada de mágico. Cuerpos que flotan en el humor vítreo, nada que ver con lo otro. Ella no había oído hablar de aquella sombra, y le preocupaba, pero resolvió que mañana iría a hablar con una amiga suya, neuróloga, para saber de qué se trataba. Al parecer, esa decisión la calmó, y empezó a hablar de las fiestas; el tema serviría para rellenar el tiempo hasta que llegara su hijo a recogerle. La semana siguiente era navidad, y a ella le tocaba pasar la nochebuena con su familia política. Bromeó un poco sobre su suegra, aunque se veía a leguas que eran fechas felices para ella. Él intentó no hablar demasiado de su situación porque sabía que aquello acabaría obligándole a declinar una oferta que ambos sabían que no era real. En otro mundo quizás, pero en este, aquello era una imposibilidad. No obstante, ella la propuso, y él la rechazó amablemente. No sería su primera vez solo. Si ya ni siquiera le dolía desconocer a sus nietos, no iba a pervertirla para pasar las fiestas en compañía; hacía tiempo que para él estos días no tenían nada de especial.

Al lunes siguiente ni se acordaba de esa parte de la conversación; lo único que deseaba era saber qué le había dicho esa amiga neuróloga suya. Pero no volvió a verla. Vino la antipática, y esa no sabía nada, o no quiso contárselo. Así que cuando acabó la sesión, le pidió a Jaime que le acompañara a la secretaría. Se negaron a darle explicaciones con la excusa de no se qué protección de datos, y se tuvo que marchar de allí a regañadientes, con las lágrimas saltadas y su hijo tironeándole del brazo como si él fuera un niño pequeño con una rabieta. Pero ya casi en la puerta, una compañera de Margarita les paró, y le contó, con la voz tomada y unas ojeras terribles, que ella estaba muy apenada por él, pero que estaba de baja médica. “¿Qué le ha pasado?”. Fernando insistió. “¿Cómo está?”. Necesitaba saber que Margarita se encontraba bien, pero la enfermera solo le negaba con la cabeza, con los ojos vidriosos. Se marchó, como cuando ella, su falta, corría a su habitación herida por su imperturbables decisiones. Jaime acercó el coche a la puerta y le ayudó a entrar. Por la ventanilla pudo ver como las puertas automáticas de cristal se abrían para que escapara una de esas tímidas y esquivas burbujas.

Jaime entró a comprobar el 26 por la mañana, antes de irse a trabajar. En la encimera vio una bandeja con un vaso de leche, un sandwich en papel de plata, y una servilleta. Las muletas apoyadas en la mesilla, y la esperanza derramada por el suelo de la cocina.

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