—Extiende tus manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. No tengas miedo, sólo voy a poner las mías sobre las tuyas, así. —La pequeña miraba nerviosa las abultadas venas del dorso de las manos de Xavier—. Ahora cierra los ojos. Imagina que ayer te acostaste y estás dormida. Estás soñando, es un sueño muy agradable, y te encantaría seguir soñando para siempre ese sueño. ¿Vale? ¿Lo tienes? —La pequeña asintió—. Venga, ahora, vas a despertar. Abre los ojos. Mírame.
Para Xavier, el ritual era innecesario, le bastaba con tomar a alguien de las manos y mirarle a los ojos. Pero tras más de veinte años usando su habilidad con miles de niños, había aprendido que así era más fácil que no desviaran la mirada al instante buscando algo más entretenido que los ojos grises de un viejo. No es que necesitara mucho tiempo para descubrir su potencial, sólo eran unos segundos, pero para un niño eso podía ser demasiado.
Xavier se zambulló en sus pupilas, y las sombras cobraron forma, color y movimiento rápidamente. Tenía enfrente un anciano decrépito en una cama entre sábanas blancas. Olía a muerte. Su mano se sentía ligera, fría y áspera mientras clavaba la aguja en su escuálido brazo. El vívido rojo de la sangre contrastaba con el azul translúcido de las venas del consumido anciano. Tenía suficiente. Enfermera. Una pequeña con suerte. En los últimos días había descubierto una boxeadora y un constructor de maquetas de hormigueros, futuros laborales que no eran precisamente halagüeños.
—Ya está. Has sido muy valiente. ¿Caramelo o piruleta?
Era la última sesión con niños de esta semana. Su doctor había sido categórico. Tenía que descansar o de lo contrario acabaría ingresado, y no podía permitirse quedar en una situación así; tenía que aprovechar al máximo su don, necesitaba ver a cuantos niños le permitiera su frágil estado de salud. Así que esta vez le hizo caso, o al menos en parte. Tenía programadas un par de visitas de adultos el sábado. No le gustaba, pero era un mal necesario.
En general, los adultos eran unos impertinentes. Venían con demasiadas ideas preconcebidas, y no pocas veces se enfadaban con él cuando no les contaba lo que querían escuchar. Hubo un tiempo en el que tuvo la tentación de mentirles, pero cambió de opinión cuando habló largo y tendido con una famosa lectora de manos tras una sesión en la que ella acabó llorando desconsolada. Su potencial era médico forense.
Xavier trabajó durante años en un prestigioso colegio privado de Londres donde pasaban su infancia los que luego serían personajes ilustres de relevancia internacional. Se estableció como un flamante y joven profesor de arte dramático gracias al encanto que ejercía sobre las cursis madres de los alumnos. En aquella época él no confiaba en su habilidad, y temía que le trataran de charlatán, así que se guardaba celosamente sus visiones para sí mismo. Cuando se dio cuenta de que, sin necesidad de que él les guiara mostrándoles su potencial, aquellos pequeños acababan encontrando en su mayoría un camino vital coincidente con su visión, o estrechamente relacionado a ella, comprendió que estaba desperdiciando por completo su don en aquel lugar.
El detonante que le hizo cambiar de rumbo y entender que tenía que hacer algo más por la sociedad fue el caso del torturador. En la profundidad de los ojos de ese pequeño se vio a sí mismo disfrutando del minucioso y delicado trabajo de mantener con vida a un hombre mientras le infligía el mayor daño posible. Ese pequeño creció y hoy es el presidente ejecutivo de una poderosa multinacional de la industria militar.
Al principio pensó que debería enfocarse en evitar esas desgracias. Pero pronto comprendió que no tenía la influencia ni el poder suficientes para hacerlo. Pero sí podía trabajar en el sentido contrario. Cuantos más niños pudiera guiar por un camino de provecho acorde a sus potenciales, menos fuerza tendrían los que escondían oscuras habilidades y llegaran a ponerlas en práctica. Y menos culpable se sentiría de no poder detenerlos.
De modo que desde entonces se dedica a viajar ofreciendo sus habilidades en humildes escuelas públicas de todo el mundo, alternando con sesiones para adultos con las que consigue la financiación necesaria para su labor. Y todo eso se lo debe a Ágatha, su inestimable mecenas. Sin ella, su don habría permanecido oculto para la sociedad, y Xavier seguramente habría acabado internado en algún psiquiátrico quejándose de que fuerzas oscuras no le dejan usar sus capacidades porque tienen miedo de que el mundo mejore gracias a él.
Ágatha era una influyente aristócrata poco conocida para el público general, y madre de uno de sus alumnos en el Ciudad de Londres. Por alguna razón, a Ágatha le cayó muy bien desde su primera reunión. Se empeñó en que fuera el tutor personal de su hijo, y él accedió de buen grado. El pequeño James era un niño muy educado, trabajador y sorprendentemente creativo. Pintor. No necesitó su don para saberlo, pero las imágenes que vio a través de sus ojos se le grabaron en la retina durante meses.
La confianza entre Xavier y Ágatha fue creciendo con el tiempo, y en una de las exposiciones del ya adolescente James, le confesó su don a la condesa. Cuando vio aquel cuadro por segunda vez, ahora con sus propios ojos, no pudo aguantarlo más. Lejos de sorprenderse, aquella tarde Ágatha le escuchó, asintiendo sin decir una palabra. Le conminó a citarse al día siguiente en su mansión para una charla más tranquila.
Xavier pensó que aquello era el fin de su amistad, y probablemente de su carrera. Con seguridad, le habría tomado por loco. No pudo dormir aquella noche. Para su sorpresa, aunque a la mañana siguiente quiso cancelar la cita excusándose por su atrevimiento, Ágatha insistió. Pensó entonces que le citaba porque quería prescindir de sus servicios y despedirse educadamente de él. Nada más lejos de la realidad. Ágatha creía en él. Desde aquel día comenzó a guiarle, abriéndole las puertas de prestigiosos clubes y cerrando las bocas de incrédulos y suspicaces, hasta convertirle en la figura de reconocimiento mundial que hoy es. Un regalo para todos. Una bendición. Un milagro que la sociedad no se merece, pero que necesita hoy más que nunca.
El taxista le dejó en la puerta del hotel negándose a cobrarle. Sabía que no debía hacerlo, pero no podía evitarlo; le había dado cita a su hijo para mañana domingo. Xavier insistió de nuevo en pagar la carrera, pero el taxista se negó otra vez. Él ya estaba preparado, así que dejo caer con disimulo un billete que llevaba oculto en su calcetín derecho. Mientras subía en el ascensor, pensó que a estas alturas, de tantas veces que le ocurría lo mismo, los taxistas deberían ser el gremio con mejores expectativas de futuro para sus hijos de todo el planeta. Sonrió. Antes le preocupaba no ser ecuánime en el uso de su don, pero ya tenía una edad y se contentaba con poder ver a cuantos más niños pudiera.
Como cada sábado, le tocaba sesión de adultos. Adultos adinerados, para ser más exactos. Alguien tenía que pagar los taxis, los aviones, las estancias de hotel, y el fondo que mantenía la fundación que hacía que pudiera realizar su trabajo. Él usaba su don en las sesiones, pero había decenas de personas más que usaban dones más mundanos como la capacidad de organización, la disciplina, o el amor por la maldita burocracia, antes, durante y después de que él pronunciara su visión.
Se acomodó en la silla del despacho que le habían dispuesto en su habitación, y ojeó la agenda. En un cuarto de hora, tocaba atender a otro ricachón más que quería mantener su identidad en el anonimato. Ricachona, en este caso. Señora Jane Doe. Tiempo suficiente para una cabezadita. Tardó menos en quedarse dormido que en decidir si merecía la pena levantarse y tumbarse en la cama.
A las 17:00, con puntualidad británica, le despertaron al unísono la alarma de su reloj y el timbre de la puerta. Al levantarse apresuradamente, se golpeó la espinilla con un pico de la mesa, y soltó una maldición mientras veía las estrellas.
—Yo también me alegro de verte, Xavier —dijo Ágatha, que ya estaba cerrando la puerta por dentro.
—¡Ágatha! ¡Cuanto tiempo! —contestó Xavier sin dejar de tocarse la pierna con gesto de dolor—. No nos vemos desde ¿Nochevieja?
—Exactamente.
—Siéntate, por favor. Pero aquí no, vamos al salón, estaremos más cómodos.
Xavier se incorporó disimulando la repentina cojera y la acompañó a un amplio sofá donde podían sentarse ambos cómodamente. Se acercó al mueble bar y empezó a servir sendas copas. No tuvo que preguntarle siquiera, el tiempo pasaba para sus cuerpos, pero no para su amistad.
—Esta vez tu retiro ha durado más de lo normal. ¿Cómo estás, Ágatha?
—Estupendamente, Xavier, aunque algo preocupada.
—¿Quién te preocupa?¿Tu hijo James, otra vez? —Xavier se sentó y le tendió la copa. Ágatha la tomó entre sus delicados dedos y miró pensativa el interior.
—No, Xavier, me preocupas tú —contestó sin desviar la mirada de la copa.
—No te entiendo. ¿Es por mi salud? Ya lo hemos hablado, el poco tiempo que me queda quiero seguir haciendo lo que…
—Lo que más te gusta. Lo que mejor se te da. —Ágatha seguía mirando el fondo de su copa como si la respuesta estuviera ahí.
—Que además es lo correcto, Ágatha.
—Pero Xavier, ¿quién decide qué es lo correcto? ¿Quién decidió lo que tú debías hacer? —le preguntó, ahora sí, mirándole a los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Dame tus manos. Ofréceme por primera vez tus viejas y cansadas manos, Xavier.
Xavier le tendió las manos con las palmas hacia arriba. Miles de historias humanas se habían solapado sobre esas gruesas líneas, que parecían haber absorbido las miserias y las ilusiones de los proyectos vitales de toda una época. Esas manos constituían un mapa de la sociedad presente y futura. Un mapa que ahora se veía ajado y amarillento, maltratado por el paso del tiempo. Ágatha puso sus manos sobre las suyas, y con las lágrimas saltadas, le clavó la mirada en los ojos.
—Mírame, Xavier. ¿Qué ves?
—No… no veo nada. Solo… solo tus preciosos ojos negros.
—Exactamente lo mismo que veo yo en ti. Sólo que tus ojos grises son mucho más feos que los míos.
Ágatha se echó a reir y llorar al mismo tiempo, tendiéndose sobre los hombros de Xavier que, desconcertado, solo supo acariciarle el cabello en un gesto instintivamente paternalista que, a pesar de todo, causó su efecto al cabo de un rato. Ágatha echó mano de un pañuelo oculto en su vestido, y, tras secarse las lágrimas, se calmó.
—¿Qué ha sido eso, Ágatha?¿Por qué no veo nada en tus ojos?¿Por eso nunca quisiste que descubriera tu potencial?¿Ya lo sabías?¿Quién te lo ha dicho?¿Hay alguien más con mi don?
—Esas son demasiadas preguntas para hacerle a una damisela desconsolada, ¿no crees?
—Perdona, no quería…
—No pasa nada, Xavier. Ya es hora de que sepas la verdad. He sido muy injusta contigo todo este tiempo. Pero creo que debes saberlo antes de que te llegue la hora. Xavier, yo soy como tú. Yo también veo. Pero no tuve el valor… No. Fui demasiado egoista como para convertirme en la figura que hice de ti. Atado a las vidas de esos niños, atado para siempre a tu don. Yo podría haber sido la que durmiera cada noche en una fría habitación de hotel, lejos de mi familia. La que cada día se sentara mirando a los ojos al futuro, sin poder vivir el presente. Pero apareciste tú. Tú me salvaste, Xavier. ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme por hacerte ser quien eres? ¿Por haberte dejado solo con esa carga? ¿Podrás perdonarme?
Xavier se levantó con la mirada perdida, se dirigió al despacho y dejó su copa sobre la mesa. Ágatha le seguía, repitiendo la misma pregunta una y otra vez. Pero no podía escucharla, su voz parecía lejana y débil. Se dejó caer en la silla, suspiró, y miró su agenda. A las 18:00, cita con el magnate del ferrocarril Sir Steven Scofield, y su hijo. Otro niñato irreverente de la alta sociedad que no habrá dado un palo al agua en su mísera y opulenta vida. Otro acaudalado padre preocupado porque su hijo ni siquiera aparente ante sus congéneres tener alguna cualidad destacable. Pero serán cinco cifras en menos de una hora para que la fundación siga haciendo su trabajo. Era lo que había que hacer. Era lo correcto.
A lo lejos, entre sollozos, Ágatha cerró la puerta.