Impostora

I

La ventisca se le clavaba en sus entrecerrados ojos como puñales de hielo, y no le dejaba ver más de unos pasos por delante. Los pies se le hundían en la nieve fresca hasta la pantorrilla, y el peso del improvisado trineo sobre el que arrastraba el venado que cazó por la mañana le hacía usar todo su cuerpo, todas sus fuerzas.

Al menos, pensó, así se mantendría caliente hasta llegar al campamento. No estaba loca, se había pertrechado bien; no tenía intención de acabar como Ocho Dedos. Por mucho que le dijeran, lo que le faltaba a la tribu era alimento y hombres con agallas. Si fueran ellos los que tuvieran que amamantar a los niños, no habrían puesto tantas excusas para no salir de caza.

Otros inviernos habían sido difíciles, pero ninguno como este. No por el frío, el viento y la nieve, sino por la exigua temporada otoñal. Unos pocos conejos, un par de ciervos, y un lobo. A ellos les culparon, a los lobos, por la falta de caza. Pero ella sabía que podían haber conseguido más carne si la hubieran dejado salir a cazar. Fuera como fuese, pronto se les acabarían las reservas de carne ahumada, y todos sabían lo que eso significaba, los niños serían los primeros en caer.

Ya estaba cerca del poblado. No sabría explicar cómo, pero lo sabía. Tenía esa habilidad innata. Ya de pequeña se acabaron acostumbrando a dejar de buscarla cuando, según la tribu, se perdía. Cada vez que daban la alarma de que la niña había desaparecido, ella acababa volviendo sola, tranquila, sin darse cuenta de cuánto se había alejado del resto siguiendo la pista de algún animal. A cambio de una serpiente, un conejo, o un ratón, se llevaba un castigo, un patada o un moretón. Pero a ella le daba igual, no iba a dejar de hacer lo que más le gustaba y mejor se le daba porque los mayores se enfadaran. Por algo la llamaban Mirada Desafiante.

Ahora ella formaba parte de los mayores, ya había pasado el rito, muy a pesar de algunos hombres y mujeres, entre ellos sus propios padres, que aprovecharon el momento para hacérselas pasar muy mal e intentaron que fracasara. No cayó en la trampa, no podía esperar otro año más para poder tomar decisiones por sí misma. Ese día les dio lo que querían.

Aceptación, arrepentimiento, sumisión. Le costó, claro está, ocultar sus sentimientos y fingir que lloraba como una niña por el dolor de sus golpes. Como si no hubiera aprendido a ignorar el dolor cuando era necesario. Cualquier cazador que se precie debería saberlo. Colmillo de Oso lo sabía. Fue el único que no se tragó su actuación, pero no se opuso. Sólo se le ocurría una razón por la que él le daría el visto bueno ese día. Quería preñarla.

Mientras avanzaba por la pesada nieve, pensaba en los fuertes brazos de Colmillo de Oso agarrándola, orgulloso de la pieza que había traído a la tribu, frotándola para calentarla en el interior de su tienda, encima de la piel de oso que tenía junto al fuego. Casi podía sentir el calor subiendo desde su entrepierna. Cerró los ojos un instante, para imaginarlo con más intensidad. Le estalló un oído, perdió el equilibrio, y cayó de bruces.

Cuando abrió los ojos otra vez, sólo veía troncos y ramas de árboles cubiertas de nieve desfilando ante un fondo blanquecino. Estaba boca arriba, algo le arrastraba de los pies, y no tenía fuerzas para resistirse, ni siquiera para incorporarse y ver qué era lo que le estaba arrastrando. Tenía frío, mucho frío, y notaba la cabeza y sus pelos húmedos y cálidos. Ya sabía lo que eso significaba. Si no salía pronto de esta, moriría desangrada. De repente las ramas de los árboles dejaron de desfilar. Lejos, como si estuvieran a un tiro de lanza de distancia, notó cómo sus propias piernas caían como un peso muerto en la nieve. Su predador había dejado de tirar. Escuchó sus pasos al acercarse. No era un oso. Su rostro ocupó todo su campo de visión.

—A Colmillo de Oso nadie le deja en ridículo.


—Cállate, quiero escucharla cantar.

Podía haberle pegado un puñetazo en su abultada barriga y le habría hecho menos daño. Su segundo hijo estaba pateando las paredes de su vientre, y en lugar de acercar su mano para sentirlo, le despreciaba. Sólo porque la zorra engreída y buscona de Brina estaba cantando. No podía cantar en el río mientras se lavaban, como todas. No. Ella tenía que hacerlo cuando se reunían por la noche junto la hoguera. Delante de todo el mundo. Delante de los hombres. Esta noche nuestros hombres querrán más sexo que de costumbre, como siempre que ella canta. Ya estaba harta de ella. Y no era la única.

Meriel la miró con complicidad, y le hizo un gesto para que la siguiera. Con su hijo enganchado a su pecho, meciéndose suavemente, se paseaba por detrás del corro de hombres que miraban embelesados a Brina, que ahora usaba un pequeño tambor y sus pulseras de cuentas para marcar el ritmo de la canción, mientras proyectaba sensuales sombras sobre el corte vertical de la roca de la montaña a cuyos pies se habían asentado hacía dos primaveras.

Era un lugar privilegiado, fácil de defender, con abundante caza, agua y frutos que recolectar hasta bien entrado el invierno, que duraba apenas una luna. Hasta ahora sólo se les habían acercado un par de tribus de menor tamaño y les dejaron bien claro a punta de lanza y flecha que debían buscarse otro sitio donde montar campamento.

Siguió a Meriel, que disimuladamente tocó en el hombro a dos mujeres más antes de desaparecer en las sombras, alejándose de la hoguera mientras amamantaba a su hijo. Se reunió con ella fuera del claro, bajo los árboles. Se acercó un dedo a los labios, indicándole con el gesto que no hiciera ruido. Las otras dos mujeres llegaron, moviéndose con sigilo.

Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la luz de las estrellas, y Meriel levantó la mano que le quedaba libre para pedir su atención. Luego hizo dos gestos claros. En el primero, llevó su mano a su hijo y lo meció. En el segundo se llevó la mano al cuello y la deslizó como un cuchillo.

Se dirigieron a la tienda donde dormían los niños. Las demás ya estaban preparadas, y una de ellas acompañaba al hijo de Brina fuera de la tienda, cogiéndole de una de sus pequeñas manos. Medio dormido, con andar torpe, se refregaba un ojo con la otra mano, bostezando. Lo alejaron solo unos pasos de allí, para que encontrara su cuerpo por la mañana devorado por las alimañas.

Por si el mensaje no quedaba lo bastante claro, junto al cadáver del niño, dejaron una pulsera con diez cuentas que representaban a cada una de las mujeres de la tribu, y un pequeño tambor en el que, pintado con la sangre del inocente bastardo, se adivinaba una figura bailando junto al fuego.


—Es que no lo entiendo.
—¿Pero por qué piensas que a todo el mundo le gusta el reconocimiento? Cariño, a algunas nos gusta hacer las cosas por el mero hecho de hacerlas, no para que nos aprueben los demás. Si yo estuviera en su lugar, estaría más que satisfecha con mi contribución a la sociedad.
—Ya, eso me parece lógico hasta cierto punto, pero ¿qué daño le podría hacer una entrevista? Es como si tuviera miedo. Además, una cosa es ser humilde, y otra distinta es esto. Mira lo que me ha contestado.

“A la atención del director del Time.
Como ya sabe, mi trabajo ha sido, es y seguirá siendo aportar mi granito de arena para ayudar a los magníficos investigadores que desarrollan distintas vacunas contra el cáncer, y no dar entrevistas ni aparecer en los medios. Le rogaría que cesara sus peticiones de entrevistas, comparecencias y comunicados por parte de mi persona, y se dirija para estas cuestiones al director del centro de investigación, el doctor Alfred Montgomery, que les atenderá de buen grado.”

—Vale, no le gusta la prensa, ¿qué hay de malo en eso?
—Pero vamos a ver, qué “granito de arena” ni que “magníficos investigadores”. Hemos estudiado el caso y todo lo ha llevado adelante ella prácticamente a solas con una financiación ridícula. Y el maldito Montgomery aparece como autor principal en todos sus artículos, como único titular de la patente, y ahora se está llevando todos los méritos y acaparando todas las portadas. Ese tío se va a forrar a su costa y pasará a la historia como el hombre que curó el cáncer.
—Es un impostor, vale. Si a ella no le importa, ¿por qué te importa tanto a ti?
—Pues precisamente porque es ella la que cree que es una impostora, que no se merece el reconocimiento. Y el otro es el que se lo lleva todo. Y no puedo soportarlo. Es como lo tuyo conmigo, pero ese tío no es su marido, es un aprovechado.
—No empieces con eso otra vez. Tú eres el director de la revista.
—Pero tú defines la linea editorial, eliges y supervisas los reportajes… Al final yo no hago casi nada.
—Ya lo hemos hablado cien veces, mi nombre no va a aparecer en ningún sitio. Y deja en paz a esa mujer también.
—Vale, vale, os dejo estar. Pero sigo sin entender por qué no os gusta sobresalir cuando os lo merecéis, parece que tenéis un miedo irracional a destacar sobre los demás grabado a fuego.

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