Vicente no llevaba la cuenta ya de la cantidad de juicios que había ganado defendiendo a superconductores de Edison, pero hoy algo era diferente. En una rolliza versión de sobremesa del pensador, se tapaba la boca con una mano y miraba al infinito. Tenía un modo arrítmico de rasguñarse la barba que ponía de los nervios a cualquiera y ni siquiera le servía para quitarse los suyos propios.
—Letrado, es la tercera vez que le llamo la atención. ¿Se encuentra bien? —preguntaron desde alguna parte arriba a su derecha.
Había acudido a juicios enfermo, muy enfermo, somnoliento e incluso con resaca —siempre por causas de fuerza mayor—, pero nunca había estado tan despistado como aquel día.
—Disculpa Antonio… Eh… Ruego disculpe mi lapsus, Su Señoría.
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