Dicen que no existe el dinero fácil, pero es mentira. Lo que no existe es el dinero fácil sin consecuencias. Y el verdadero problema es que no sabes cuándo van a llegar, y ni por asomo te vas a plantear dejar la fiesta cuando estás montándote en el puto Euro. Mientras te estás forrando, ni de coña vas a pensar en las consecuencias. Pero llegan. En mi caso, están a punto de estallarme en la cara, aunque si no me tiembla la mano en el gatillo las puedo aplazar un poco, y al que le va a estallar la puta cara literalmente es al cabronazo del Tuerto.
Para cuando Diego se dio cuenta de que el póquer era su medio de vida, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Demasiado tarde para volver a trabajar por sueldos de miseria y en condiciones precarias como captador para ONGs, teleoperador a oreja fría, vigilante de seguridad y otras de las maravillosas oportunidades que se abrieron para los jóvenes sin experiencia a principios del siglo XXI. Era especialmente tarde, tratándose de un joven cuyo título de diplomado en estadística cogía polvo en un rincón de su piso de alquiler de 60 metros cuadrados, porque ni él ni su novia tenían tiempo para limpiar el polvo de las estanterías, ni las telarañas de la cama.
De modo que Diego tardó poco en asumir que no iba a perder un segundo más en trabajos sin expectativas de futuro y menos cuando la nómina de todo un mes era comparable a la media de lo que ganaba en una noche en la mesa de cash del Gran Casino. La varianza golpeaba duro a veces, pero para algo le sirvieron sus años de carrera: tal y como le iban las cosas, calculaba solo un 0,5% de probabilidades de ganar menos cada año que con sus trabajos habituales. Y la esperanza matemática —la otra había aprendido a enterrarla hacía tiempo— le decía que si seguía así, en un par de años tenía un 80% de probabilidades de salir de la famosa carrera de ratas en la que estaban atrapados. Dos años más de economía de subsistencia no significaban mucho para él. Si aguantaba el tirón, podrían conseguir un piso en propiedad, y sobre todo, la seguridad que necesitaban para no aceptar condiciones de semiesclavitud nunca más.
Sofía no tenía ni idea de en lo que Diego estaba metido. En la espiral irracional de la ludopatía, su padre había perdido el dinero, la cordura, a su mujer y a ella, su hija. Diego era consciente del peligro, y sentía un profundo respeto por la bravura del océano de las emociones que suscitaba el juego. Sabía lo que era entrar en tilt, y si notaba alguno de sus efectos, daba por terminada su jornada automáticamente y se dedicaba a socializar en el casino. Había elaborado una lista de comprobación sobre su propio comportamiento —tics físicos, pensamientos recurrentes, frecuencia cardiaca en su pulsera inteligente, etc.— que había recabado de su propia experiencia y de los mejores libros de psicología del póquer. Repasaba la lista mentalmente tras cada mano, ganadora o perdedora, y si cumplía al menos dos de los criterios, recogía sus fichas y se retiraba de la mesa, o se limitaba a tirar las cartas y charlar, aunque le llegaran unos cohetes de mano. Aun así, aunque su personalidad y su comportamiento fueran diametralmente opuestos a los del padre de Sofía, sabía que ella no lo entendería; por eso le ocultaba su nuevo trabajo y fingía que aún conservaba su último empleo como vigilante nocturno en un polígono industrial. Algún día, cuando sus ahorros alcanzaran la cifra que había en la casilla B-2 de su excel, le contaría la verdad.
No era la primera vez que el Chiqui se sentaba en su mesa de cash del Gran Casino. De hecho, era uno de sus clientes habituales. Diego consideraba que su nuevo trabajo consistía en hacer pasar una buena noche a las ballenas que venían al casino a donar su dinero a los profesionales como él. El Chiqui era una de esas ballenas; un futbolista joven y famoso que además de regar las mesas de dinero sin criterio, también atraía a otros jugadores ocasionales que estaban más que encantados de perder unos cientos de euros con tal de echar unas manos sentados junto a todo un héroe local.
Diego no era el único bumhunter allí. Tenía competencia, así que se encargaba de caerle bien a tipos como el Chiqui. Que fuera bienvenido en el Gran Casino dependía en gran medida de sus buenas relaciones con los que venían a gastarse el dinero y atraían a otros tantos. A veces incluso se dejaba ganar adrede. No estaba completamente seguro de que fuera por “sugerencia” de la casa, pero al Patillas, otro cazador de ballenas como él, no se le veía el pelo desde que riñó con Jonathan el Oros. El Patillas no tenía piedad ninguna; le había visto desplumar sin miramientos a varios peces gordos que él se había estado ganando mano a mano, copa a copa, chascarrillo a chascarrillo. Destripar de esa manera las gallinas de los huevos de oro no era una buena estrategia a largo plazo.
Esta noche la cosa estaba tranquila, y su plan consistía en seguir ganándose la confianza de Arturo, el cebo para ballenas del momento. Arturo era un hombre de negocios —inmobiliarios, según sus propias palabras— que llevaba un par de meses acudiendo con bastante frecuencia a su mesa desde que Diego lo captó. Lo conoció una noche que entró haciendo de anfitrión de unos rusos trajeados. Los que llevó a jugar a la ruleta, y después de unas cuantos giros resultaba bastante evidente que se aburrían allí. Cuando vio que un par de ellos señalaban su mesa, Diego no perdió la oportunidad de entablar conversación con Arturo para atraparle en su tela de araña. Aquella noche se dejó ganar unos cuantos cientos, pero su intuición no le falló; visto lo bien que se lo pasaron sus invitados, Arturo convirtió su mesa de póquer en una parada obligatoria para sus siniestras y opulentas visitas.
Estaba acostumbrado a ese tipo de personajes con pinta de pocos amigos y carteras llenas de billetes de dudosa procedencia. Eso no le resultaba un problema; era cuestión de llevarse las fichas del más pardillo y dejar a los otros a su suerte. Siempre había uno en los grupos que traía Arturo; solo había que fijarse en quién era el objeto de burla de los demás con más frecuencia que el resto. Hasta los comedidos japoneses que trajo la semana pasada acababan delatando al más débil de entre los suyos tras unas cuantas rondas de azar y whisky.
Lo que sí le causaba cierta inquietud era no haber encontrado nada sobre Arturo en la red. Le había sonsacado el apellido sin que el empresario se diera cuenta, usando una de sus clásicas historietas de una mili que nunca pisó, pero no había servido de nada. Estaba claro que lo suyo no eran “negocios inmobiliarios”. Puede que Arturo Mendizábal ni siquiera fuera su nombre real. Cuando le contaba a Diego alguna de sus anécdotas, que invariablemente incluían prostitución y violencia, el muy ladino evitaba nombres y lugares. Pero no podía dejar escapar un imán de ballenas como ese, por truculentas que resultaran sus historias y sus tejemanejes. Se reconfortaba, engañándose a sí mismo, pensando que le quitaba el dinero a lo peor de la sociedad. Aunque en su fuero interno sabía que aquello eran migajas para esa clase de gente, y que seguirle la corriente a alimañas como esas le estaba quemando por dentro. “Sólo un poco más y podré retirarme”, se repetía.
Esta noche Arturo vino solo, y antes de que se sentara el Chiqui, la intención de Diego era dejar que el whisky se moviera más rápido que las fichas, seguir enseñando al empresario la jerga y las anécdotas más curiosas del mundillo del póquer y, muy a su pesar, seguir dejando que Arturo le contara sus penas y reírle todas las gracias, por rancias que fueran. Pero el Chiqui venía con otras intenciones.
—¡Quillo Flequillo! ¡No te lo vas a creer! —le soltó nada más llegar, sentándose a su lado sin quitarse la cazadora— Perdone, Don Arturo, buenas noches. —Arturo inclinó la cabeza, sonriendo a modo de saludo—. ¡Que me han dao asiento pa un torneaso! ¡De locos! Ocho jugadores. El que gana se lo lleva tó. ¡Entrada de veinte mil pavos, chaval! ¿Cómo te quedas, loco?
A pesar de estar acostumbrado a sus entradas eufóricas, Diego no pudo evitar quedarse de piedra. Intentó ocultar el impacto que causó en su frecuencia cardiaca la cifra que se le dibujó en la mente al instante, restando automáticamente un 10% para la casa: 126.000 euros. No necesitaba alargar la mano para consultar su pulsera, sabía que tenía las pulsaciones a toda pastilla. 126.000 euros más. Suficiente para superar la casilla B-2 de su excel. Suficiente para dejar de aguantar de una vez por todas que niñatos engreídos como el Chiqui le llamaran “Flequillo” y olvidarse de bailarles el agua a cabrones sin escrúpulos como Arturo y los de su calaña.
Había un par de jugadores más en la mesa, de esos frecuentes que gastaban poco, perdían poco y Diego ignoraba activamente por su irrelevancia estadística. Miraban al futbolista con los ojos como platos. Esas cifras eran inalcanzables para ellos, y eran una razón más por la que se sentaban allí: para codearse con aquellos que sí podían permitirse arriesgar esas cantidades en una sola noche. Pero Diego sabía que también sería una irresponsabilidad por su parte jugar ese torneo. Si se ajustaba a su gestión de banca, que ya de por sí era bastante agresiva, ahí sobraba un cero como mínimo. No podía permitirse perder 20.000 euros en una noche. Por otro lado, si lo ganaba habría llegado a la meta de esta carrera que le estaba atormentando. No más noches de fingir, halagar, y analizar. No más noches de mentir. Sofía. Por fin podría dejar de engañarle y dedicarle el tiempo que se merecía, en lugar de gastar sus energías en poner su mejor cara a las sabandijas retorcidas de las que se rodeaba. Necesitaba saber más sobre ese torneo.
La crupier sonrió mientras recogía las cartas de la última mano, anunció un pequeño descanso, y se marchó.
—Relájate, Chiqui, que nos espantas a las señoritas —contestó Diego echándole una mirada cómplice a Arturo, que miraba con descaro como se alejaba el culo de la empleada.
—Diego tío, ¿como me voy a relajar, si es en casa del Tuerto?
Diego había escuchado rumores sobre las timbas del Tuerto. A decir verdad, la mayoría de las veces esas historias las contaba el Chiqui. Historias de tercera mano de asistentes a esas timbas en las que se jugaban en unas horas lo que para cualquier mortal podría ser el sueldo de un año. “El cuñado de Vargas, de la secretaría técnica, que dirige una multinacional”. “El padre de un amigo de mi primo que es banquero”. “El puto presidente, que me lo contó el Pelusa en el vestuario”. Las historias le habían llegado también a través de otras personas, pero parecían versiones distorsionadas de las que le contaba el futbolista. Sospechaba que la fuente de todas ellas era el propio Chiqui.
Cierres de tratos millonarios entre personalidades de las altas esferas engrasados con whiskies con más años de reposo que primaveras había visto pasar el Chiqui, habanos liados y sellados con la saliva de la centenaria niñera de Fidel Castro, y cómo no, prostitutas de lujo. Los que se sentaban en esos torneos no iban a por el premio. Pagaban la entrada, calderilla para ellos, para tomar asiento junto a otros de su especie en una suerte de reunión de negocios para gourmets del vicio, que parecerían venidos de siglos pasados, y sin embargo eran los auténticos reyes de este. Si todo eso era cierto, aquello sería una auténtica piscina de ballenas. El SeaWorld del póquer.
—¿Qué? ¿No tienes pasta? Yo te la dejo si hace falta, cabrón. —El Chiqui le hablaba, pero Diego prácticamente no le escuchaba mientras buscaba una excusa racional para engañarse a sí mismo y saltarse su gestión de banca—. Venga coño, no me dejes solo, cojones. Me dejan invitar hasta que se acaben las sillas. Además del dinero —dijo mirando a Arturo—, hay un premio gordo, gordo.
Lo que hizo el Chiqui a continuación le sacó de su ensimismamiento. Sacó el móvil del bolsillo de la cazadora, arrastró su dedo con pericia, lo volvió a guardar, y esperó con ansias, atento a la reacción de Arturo. El móvil del empresario, boca abajo encima de la mesa, sonó. Arturo lo cogió con una ceja arqueada, y se lo llevó al pecho como si fuera una mano de póquer en una mesa llena de tramposos. Miró el móvil. Luego al Chiqui. El Chuiqui asintió con picardía. Arturo se relamió.
“¡¿Pero cómo cojones tiene el tonto este el teléfono de Arturo?! ¡Joder! Llevo semanas intentando ganarme su confianza y no saco más que evasivas ¿y el mierdas este resulta que tiene su número? Se me está escapando algo. Y como no vaya hoy al torneo se me va a escapar mucho más. Podría perder a estos dos imanes de ballenas en una noche por achantarme”.
—Voy a ir. Pero porque si no, seguro que la lías, pescao.
—¿Y usted que dice, Don Arturo? —El Chiqui ni se dignó a mirar a Diego, que empezaba a exasperarse por el repentino interés del Chiqui en el empresario.
—¿Dónde es? —contestó este sonriendo.
—¡Ese es mi Don Arturo, cojones! Yo os llevo, que les he dao mi matrícula y se ponen mu tontos con la seguridad y eso. Por lo visto no las hacen más de una vez en el mismo sitio. Tranquilos que no le voy a pisar, voy a conducir como una abuelita. Venga, cambiad las fichas que el tema empieza a las doce.
Arturo no titubeó ni un momento, y mientras recogía, el Chiqui se acercó a él como si fueran amigos de toda la vida, agarrándole por el hombro y diciéndole cosas al oído entre risitas cómplices. Le enseñaba algo en el móvil, arrastrando otra vez su dedo frenéticamente ante la mirada embelesada del empresario. Diego notaba desesperado como perdía de forma irrevocable el control de la situación.
Todo transcurrió rápido y a tirones, como en un sueño. Cuando quiso darse cuenta, estaba saliendo del asiento trasero del Ferrari del Chiqui, y el Tuerto les daba la bienvenida a una mansión en las afueras que parecía salida de una película de época. Esperaba a alguien mayor, o con un aire más curtido, marcado por la cruenta vida de un mafioso de altos vuelos, pero resultó no ser así. Era un hombre de mediana edad de complexión fuerte, tez morena, y bigote a lo Pablo Escobar. Si no fuera por la ropa cara, el parche negro en el ojo izquierdo y el enorme sello en la mano derecha, más que un líder del hampa, parecería un trabajador de la construcción. “O un soldado”, pensó.
La ensoñación se tornó en pesadilla cuando, tras sentarse a la mesa con los señores Armani, Oxxford, Gucci, y un viejo con un chándal Adidas, el Tuerto llamó a escena al premio gordo de la noche.
Desde el momento en que la crupier entró en la sala con la pequeña Yi Min vestida de colegiala, a Diego le saltó un mecanismo de defensa interno y dejó de tener rostro para convertirse en la esfinge. Los pensamientos que le atormentaban se disociaron por completo de su actividad motora y gesticular, lo que hacía que su situación fuera más favorable estratégicamente, pero de ningún modo más cómoda para él. La pesadilla transcurría en la cárcel de su propia mente. No tendría ni quince años. La mirada lasciva del viejo. El tic de Arturo en la pierna derecha en cuanto la vio. El osito de peluche colgando de su mano. La indiferencia del resto, y los gestos obscenos del Chiqui, ¡como si la niña le estuviera provocando!
La crupier se llevó a la niña a una habitación contigua y volvió para que diera comienzo al torneo. Diego se limitó a hacer lo que mejor sabía. Ganar al póquer. Si salía vencedor de aquel torneo, podría llevarse a esa pobre niña de allí y ponerla a salvo. Era lo único que podía hacer, la única salida honrosa que tenía. La única en la que no volvería a casa para odiarse a sí mismo el resto de su vida.
En unas pocas manos ya había analizado a los jugadores y tenía una estrategia clara. Oxxford, Gucci y Armani arriesgaban sin criterio y tardarían pocas manos en quedarse sin fichas: estaban deseando terminar y ponerse a hablar de negocios en otro sitio. El viejo del chándal era una roca, jugaba con precaución delatora: tenía miedo de perder el torneo y con él su trofeo. El Chiqui y Arturo no serían problema, los conocía de sobra. El Chiqui sería presa de su propia euforia y Arturo era buen jugador, pero solo sabía lo que él le había enseñado.
Pero el Tuerto… El Tuerto solo interaccionaba con el viejo, al que llamaba “abuelo”, mientras observaba con disimulo los movimientos de Arturo y los de Diego. Aparte de eso, alguna vez miró con gesto reprobatorio al Chiqui por elevar la voz; nada extraño viniendo del anfitrión, pero ¿qué demonios hacía sentado en la mesa el anfitrión del torneo? Era una falta total de decoro que alguien de la casa tuviera asiento. No es que fuera algo como para negarse a jugar, pero no ayudaba precisamente a darle la sensación de integridad que necesitaba un juego clandestino como aquel.
Las manos se sucedían y su pila de fichas aumentaba. Oxxford y Armani ya estaban fuera, a lo suyo en la habitación de al lado, y Gucci se moría por irse con ellos; empezó a tirar all-ins antes del flop, sin importar las cartas que le entraran. No es que fuera estadísticamente imposible, ya había visto cosas parecidas otras veces, pero en uno de esos all-ins de Gucci con sus cartas marginales, el Chiqui y Arturo tenían un par de ases de mano cada uno, vieron su apuesta, y se repartieron sus fichas. En esa mano, al viejo le costó tirarse preflop, pero hizo bien: tenía un par de reyes. Cuando los enseñó sin que nadie se lo pidiera, orgulloso de haber tenido la prudencia de no meterse en esa batalla, Diego no pudo evitar mirar a la cara a la crupier, que alzó las cejas y se encogió de hombros en un gesto demasiado familiar para él. No había querido fijarse en su rostro en toda la noche; no quería conocer a alguien que llevaba de la mano a una niña hacia el infierno más absoluto con la plácida calma de una madre dando las buenas noches. Craso error. Esa chica había trabajado en el Gran Casino alguna vez. Había visto ese gesto antes, estaba seguro.
Trató de quitarse de la cabeza la idea de que el torneo estuviera amañado; no le beneficiaba en nada pensar en eso. Si lo estaba, perdería sin remedio; y si no, las sospechas podrían hacerle cometer errores. Pero, como el rostro tímido de la niña mirándose sus zapatos, no podía quitárselo de la cabeza.
Un atisbo de desesperación debió rezumar por sus poros, algún mínimo rastro habría dejado escapar, porque el Tuerto se levantó anunciando que iba al baño, le espetó: “eh, chico, aunque no hables, puedes mear”, y cuando Diego tomó contacto visual con él, se encargó de entreabrir la pechera derecha de su chaleco para enseñarle con disimulo el revólver que portaba en una sobaquera.
Por un instante, Diego pensó que le estaba sugiriendo que saliera de allí con él, pero el anfitrión se marchó de la sala y el miedo le ataba a la silla, así que se hizo el sueco. El viejo aprovechó para ir al servicio también, y tras un tenso momento de silencio en el que el Chiqui y Arturo se sumergieron en sus móviles, el Tuerto volvió más serio aun que antes, si eso era posible.
—Seguimos —dijo.
—¿Y el viejo? —preguntó el Chiqui.
—El abuelo tiene nombre, bocazas. Se ha ido a dormir. Sus fichas se apartan y seguimos.
Eso no tenía sentido ninguno. Diego estaba completamente seguro de que el viejo no dejaría la partida así como así; después de él, era el que más decidido estaba a llevarse el premio. ¿Cómo le habría convencido para abandonar? ¿Lo habría matado? No había escuchado ningún disparo, aunque no habría sido difícil para un tipo corpulento como el Tuerto deshacerse de él de otra forma.
Diego desplumó al Chiqui en la segunda mano desde el incidente del baño. Le atrapó en uno de sus típicos movimientos desmesurados; el joven no podía evitar sobrevalorar sus cartas. Después de quejarse de su mala suerte, como el niño consentido que era, preguntó:
—¿Me puedo quedar en la mesa? No me quiero perder la lucha de titanes.
—Está bien, pero cállate la puta boca. —El Tuerto no ocultaba su creciente enfado.
Diego estaba solo contra Arturo y el anfitrión. Tenía unas pocas fichas más que el Tuerto, pero Arturo les doblaba. El empresario había tenido una racha de suerte fuera de lo común, y sabía defenderse: él mismo le había enseñado a no desperdiciar las fichas en movimientos sin propósito.
La crupier volvió a repartir, y Arturo tiró sus cartas al instante. Diego subió, el Tuerto resubió el triple de fichas y Diego igualó. La crupier levantó tres cartas: 8,8,8. El Tuerto apostó medio bote, y Diego empujó lentamente todo su montón de fichas al centro de la mesa. El Tuerto no lo dudó ni un segundo y pagó con todas las fichas que le quedaban.
—A ver qué tienes, prenda. Como me enseñes un ocho después de pagarme esa resubida preflop, te mato, listillo. —Aunque no era necesario, el Tuerto destapó su mano. Un par de ases.
A Diego le temblaba el pulso. Por un momento pensó en tirar las cartas y salir corriendo. No sabía si el Tuerto bromeaba o no. En su mente se formaban las imágenes del hombre que tenía en frente sacando la pistola de debajo del chaleco y encañonándole. Punto final.
No. Ya era tarde para echarse atrás. Se enfrentaría al destino.
Descubrió un as y un ocho.
—¡Foooo! ¡La mano del tuerto! ¡Qué cabrón! —El Chiqui parecía un simio, dando botes, zarandeándolo—. ¡Un día me tienes que enseñar, Flequillo! ¡Qué cabrón!
El Tuerto desenfundó su pistola con gesto tranquilo y la colocó sobre la mesa, en el hueco donde antes reposaban sus fichas, junto a su vaso de whisky.
La mano del tuerto (2 de 2)
—Eso, cuéntale a tu amigo cómo tienes los santos cojones de venir a robar a la cárcel —dijo el Tuerto con insidia, pero en calma. Cortó un nuevo habano, se lo encendió, y continuó—: A ver si así se calla de una puta vez y escuchamos tu voz para variar.
—Yo… —La frente de Diego chorreaba, las palabras se le atoraban en la garganta—. Es… Es solo cuestión de matemáticas. Yo estudié estadística. Son todo probabilidades. —No. Esa no era la cuestión aquí. Y tenía que gustarle lo que dijera o no saldría de esta—. Aunque… esto… En estos casos… en partidas así, lo más importante es la imagen. La imagen que damos cada uno, y la que tenemos de los demás. Es lo más importante. Tienes que gestionar la imagen que quieres que los jugadores tengan de ti. —Diego iba sintiéndose cada vez más seguro de su discurso—. Y no dar la imagen de cómo juegas, sino la contraria. Isaac, el abuelo, por ejemplo, era cristalino. No quería perder, y eso le hacía moverse con pies de plomo. Y los tres de la habitación de al lado querían terminar cuanto antes, estaban deseando perder las fichas y levantarse. Si muestras la imagen real de cómo juegas, se adivinan pronto tus cartas. Usted me lo ha puesto difícil, la verdad es que en esta mano he tenido mucha suerte.
—Todo un halago. Continúa.
—No sabía que cartas tenía usted, no las ha mostrado casi nunca, así que he tenido que tirar de estadística. El rango era muy amplio, y mi as ocho suited podía estar a la altura. Usted ha resubido preflop antes varias veces. Como ha estado siendo tan loose preflop, no podía…
—Lus dice. ¿Te has enterado, Chiqui? Tu amiguito me ha llamado lus.
—Agresivo —dijo, casi sin pensar. No era del todo mentira.
—Eso suena mejor, lo otro me ha sonado a perdedor. Continúa.
—Pues no podía tirarme después de su resubida, de lo contrario me estaría dejando robar demasiado. Eso es todo. Con los demás ha sido más fácil, pero con usted he tenido que tirar de probabilidades, y me ha ayudado la suerte. Ahora, ya puede pegarme un tiro o guardarse el farol debajo del chaleco. —Ni él mismo creía que acabara de decirle eso.
El Tuerto sonrió, dejó el puro en el cenicero y se llevó las manos detrás de la nuca, estirándose hacia atrás en su asiento. La pistola seguía delante de él, sobre la mesa. Tras unos segundos de un silencio aterrador, puso las manos en los brazos de su sillón y se levantó. Dejó el revólver donde estaba, cogió su puro y se dirigió hacia Diego. Pasó por detrás del Chiqui, que miraba hacia abajo como un crío al que le acabara de reprender su padre. Se colocó detrás de Diego y le puso sus gruesas manos sobre los hombros, peligrosamente cerca del cuello. Podía ver el puro consumirse entre sus dedos por el rabillo del ojo. Un escalofrío le bajó desde el cuello hasta las puntas de los pies.
—El chaval tiene madera. Hace falta pulirlo, pero tiene huevos. —Empezó a masajearle los hombros, la ceniza del puro amenazando con desprenderse sobre él en cualquier momento—. Y no es la mano del muerto, gilipollas. —le dijo al Chiqui.
En la boca de cualquier otro jugador de la mesa, o incluso en la del propio Tuerto en algún otro momento, aquello habría hecho que empezaran las risas y el compadreo. Pero las palabras del Tuerto no contenían ni un gramo de distensión. Al contrario, no se atisbaba el deje de un reproche amistoso, sino que rezumaban una cólera latente: sonaban más bien a sentencia. Diego seguía sin conocer las motivaciones del anfitrión, y la incertidumbre le estaba abrasando.
—¿Qué? —balbuceó el Chiqui dirigiendo su mirada justo por encima de Diego.
—Díselo tú, Diego.
—As y ocho es la mano del muerto, no la mano del tuerto. —Diego reprimió el impulso de explicarles a todos que no era así exactamente.
—A ver si aprendes a tener la boca cerrada y a escuchar a los que saben, niñato. —El Tuerto soltó su delicada presa y se dirigió de nuevo a su asiento—. Está bien. Solo quedáis tú y Arturo, veamos quien se lleva el premio. Se hace tarde, así que vamos a doblar las ciegas en cada mano.
La referencia al premio después de esquivar esa bala devolvió a Diego a la realidad como un jarro de agua fría, y se centró en su objetivo. Ese cambio de reglas de última hora era un auténtico mazazo para él. Después del esfuerzo de toda la noche, el anfitrión acababa de reducir el futuro de la niña al azar de una simple moneda al aire. Con las ciegas doblándose en cada mano, pronto estarían jugándoselo todo al albur; a las cartas que repartiera la crupier. Volvió a recordar el gesto de la repartidora encogiéndose de hombros. La escrutó de nuevo. Ese rostro. Escarbó en su memoria; estaba seguro de haberla visto antes en el Gran Casino. ¿Pero cuando? Tuvo que ser al principio, cuando todavía no era un jugador habitual en las mesas de cash.
El Tuerto volvió a sentarse, dejó el puro en el cenicero, y guardó su pistola en la sobaquera con un movimiento fluido y tranquilo de su mano izquierda que solo podía ser fruto de la experiencia. Acercó el sillón a la mesa, alargó el brazo izquierdo para mirar el reloj y luego el derecho para acercarse el vaso de whisky a los labios. Ese gesto en dos pasos. Ese gesto estaba guardado en su libreta mental de notas de tells de jugadores: No ha jugado desde el principio y de repente mete all-ins en todas las manos. No era de esta noche. Era antigua, muy antigua. Y no era de un jugador habitual.
La imagen emergió cristalina desde un profundo rincón de su memoria, desempolvada y con el brillo sacado gracias al gesto del Tuerto. Su primera noche en el Gran Casino con un par de amigos, cuando aún estaba en primero de carrera y no sabía las cartas que la vida le iba a repartir. Un torneo con más de cien jugadores. Primeras rondas, primera mesa. El Tuerto, sin bigote ni parche en el ojo, lleva una sudadera negra con capucha, un reloj deportivo y un colgante con una ficha del Caesars. Es un jugador más de esos que no se mueve lo más mínimo en las primeras manos del torneo. Entonces hace ese doble gesto, solo que no es whisky lo que toma, sino RedBull, y empieza a tirar all-ins en todas las manos como si quisiera largarse. Pero la crupier, la misma que ahora decide el macabro destino de una niña inocente, hace que gane en cada uno de los destapes, incluido el suyo, 75 contra su JJ, y le regala en bandeja el pase a una mesa final que sus amigos no le dejan quedarse a ver. ¿Cómo no se había fijado antes? Y lo más importante: ¿qué demonios significaba eso? El torneo está amañado, pero ¿para qué? Por fin, comprendió: “Le va a regalar a la niña a Arturo. El muy hijo de puta quiere que ese cabrón se la folle en el cuarto de al lado, y según sus propias palabras —no es un alquiler, el premio será propiedad del ganador—, después podrá hacer lo que quiera con ella”.
Las últimas rondas se sucedieron inexorables, lentas y pesadas como los pasos de un condenado en su camino hacia el patíbulo. El sonido de cada paso, de cada ficha que cambiaba de manos, resonaba en las paredes de aquella antesala de la abominación, taladrándole los tímpanos e incrustándose en lo más hondo de su mente.
Diego estaba petrificado. De nuevo su mente y su cuerpo se disociaron. De nuevo la esfinge. Pero esta vez no tenía una respuesta mecánica que le dictara la experiencia para conducir su cuerpo. Todo se movía confuso a su alrededor, y las imágenes se presentaban delante de él en diapositivas macabras. La sonrisa de la crupier. El 7 de picas del river que le daba un trío y la victoria definitiva a Arturo. Los dientes amarillentos dentro de la grotesca risotada del empresario. Los puros sin acabar humeando en los ceniceros. Los cuerpos sin cabeza de los demás levantándose de la mesa. Arturo abriendo la puerta del infierno y asomándose con cautela. Esa niña. Esa pobre niña.
—Despierta, muchacho. No siempre se gana. —El Tuerto le agarró de la axila y le levantó del asiento como si fuera un crío—. Tenemos que ir a un sitio.
Diego no podía dejar de mirar hacia aquella habitación, cuya puerta acababan de cerrar con el exquisito cuidado del predador que no quiere ahuyentar a su presa. Pero el Tuerto le arrastraba, sin brusquedad pero con firmeza, hacia un pasillo cercano que se abría a la izquierda en el mismo lado de la sala, un poco más adelante. Cuando doblaron la esquina y perdió de vista aquella puerta empezó a recobrar la conciencia de su situación. Por fin movió el brazo para mostrar que podía seguir él solo. El Tuerto comprendió el gesto y le soltó. Diego giró el cuello. El Chiqui les seguía de cerca, con un rostro serio que jamás le había visto, y le dio una palmada en el hombro. No mostraba preocupación, ni miedo. Actuaba como… un profesional. ¿Pero de qué? ¿Qué demonios estaba pasando?
Todo era una farsa, y El Chiqui era un actor central en la obra. Todos excepto Arturo estaban compinchados, y quizás él no debería estar allí presenciando esos acontecimientos. No querrían dejar testigos. Tendría que convencerles de que era alguien discreto, que no soltaría nada de lo que había visto. Tenía que darle la vuelta a la situación y convertirse en un activo beneficioso para ellos. La imagen que había dado hasta ahora podría ayudarle, y si el Tuerto sabía llevar un negocio entendería que era mucho mejor tenerle a su lado que enterrado en una fosa con un tiro en la nuca.
Giraron de nuevo a la izquierda. Otro pasillo. Unos pasos más, y el Tuerto sacó una llave para abrir una puerta a su izquierda, de nuevo. La empujó. No se veía nada, estaba completamente a oscuras.
—Pasa. No hagas ruido —dijo extendiendo el brazo derecho, invitándole a entrar. Pudo ver otra vez su arma en la sobaquera.
La imagen del revólver le recordó sus palabras: “Como me enseñes un ocho después de pagarme esa resubida preflop te mato, listillo”.
Aterrorizado, perdió el control de su cuerpo. Se abalanzó sobre él, alargando la mano en dirección al arma. El Tuerto intentó girarse para esquivarle, pero él fue más rápido: agarró la culata con todas sus fuerzas. No saldría con facilidad. Tiró de ella mientras levantaba la pierna. A la altura de la espinilla. Hizo palanca. Le había cogido por sorpresa. El Tuerto cayó al suelo, y ahora Diego le encañonaba.
El corazón se me sale del pecho. La adrenalina casi me hace perder el control. Refreno el impulso de descerrajarle un tiro en la cara. Hay algo más importante ahora mismo.
—¡Levántate, cabrón!
—Diego tío, cálmate, que la estás cagando —dice el Chiqui.
Casi había olvidado al Chiqui detrás de mí. Le encañono y vuelvo a apuntar al Tuerto inmediatamente. El pasillo no ayuda. Me pego a la pared derecha y avanzo andando de espaldas para tener a los dos en mi visual. Vamos a desandar el camino y ellos tienen que estar delante. El Tuerto se gira y se levanta despacio; en cuanto puede me presenta las palmas de las manos como pidiendo que me tranquilice.
—Vamos a hacerle una visita a Arturo, ¡venga!
—Por favor Diego, no grites, esto no es lo que parece —dice el Tuerto acercándose una mano al parche.
—Ya sé que es de mentira, gilipollas, estabas en mi mesa en el Big Hundred. Te repartía buenas cartas, ¿verdad?
—¿Y por qué crees que voy disfrazado?
—Me la suda, ¡andando!
—¡Enrique, coño, enséñale la placa! —dice el Chiqui con un grito ahogado.
El Tuerto acerca su mano derecha a la pechera izquierda del chaleco. No dejo de encañonarle. La duda. Como haga un movimiento brusco, disparo. No, relaja, relaja. Vamos a ver qué pasa, porque tiene sentido. Me enseña la placa. Joder. No puede ser verdad. El Chiqui, coño. Es un puto gancho. Lo ha sido todo el tiempo, y ha traído a Arturo aquí para que el poli lo cace. Pero, ¿y a mí? No voy a perder mi ventaja hasta que esto se aclare, la placa puede ser falsa.
—Es falsa.
—No me jodas, Diego. Se llama Enrique Martín, es secreta, de trata de blancas. Lleva siguiendo a Arturo un montón de tiempo y yo le ayudo. No es la primera vez que hago de gancho pa trincar pederastas, y este es un premio gordo. No la cagues, coño.
—Es la verdad, Diego. En esa habitación hay un espejo falso, íbamos a grabarle.
—Pero, ¿y la niña?
—Tiene dieciocho. Actriz porno. Nos vas a joder la operación, baja la pistola —dice el tal Enrique.
—¿Y yo qué coño hago aquí? —No la bajo. Miro a los dos alternativamente. Enrique mira al Chiqui con gesto reprobador.
—Creía que podías ayudar. Te he visto buena gente y te mueves de puta madre. Convencí a Enrique de que no tenía que quemar al Tuerto en esta operación. Me imaginaba que los tenías bien puestos, pero no tanto, coño.
—¿Cómo que quemar al Tuerto?
—Al Chiqui se le ocurrió que en vez de grabarle desde ahí, —Enrique señala con un giro del cuello la habitación a oscuras—, podías ser tú el que entraras en la habitación y le grabaras. Te quemaríamos a ti, en lugar de al Tuerto, y así podríamos seguir usándolo en más operaciones.
—¿Cómo?
—Fasi, tío. Arturo te tiene calao. Sabe que no eres de los suyos, que eres un tío legal, que tienes principios. No le va a extrañar que le quieras joder la fiesta. —Vuelve el Chiqui que conocía, se está emocionando por momentos—. La actriz girta, entras ahí encabronao y le grabas con el móvil, el nota con la chorra fuera y con una menor. Bueno, él cree que es una menor. Se va a poner hecho una fiera, así que sacas a la niña de allí, y te vas por patas. La actriz se esconde y nosotros hacemos ruido, disparamos y tol rollo, como que te perseguimos pero te das a la fuga. Al final de la noche tenemos a Arturo cogido por los huevos con un vídeo que él cree que le puede reventar, y el Tuerto sigue funcionando. Luego podemos contarle que te han encontrao y te han matao, y el vídeo que lo use otra tapadera, o la policía lo encuentra y lo extorsiona pa pillar a peces más gordos. Illo, el plan es la puta polla, en serio. Si no, Enrique no me había dejao traerte. ¿Qué me dices? —me pregunta—. Todavía lo puede hacer, ¿no, Enrique? —Enrique asiente—. Tú te llevas los veinte mil pavos de la entrada de Arturo, y Enrique me ha dicho que te ponen un keli y un curro de funcionario tranquilito en un pueblo, el tiempo que sea hasta que Arturo no sirva pa ná y lo metamos en el trullo. De todas formas este es un mierda y no lo quiere ni su madre. Vamos, que aunque se enterara de que estás vivo ni te iba a buscar ni te iba a hacer ná de ná. ¿Qué me dices?
Valoro la alternativa. No me dejarán seguir jugando, aunque no creo que pudiera soportarlo más después de esto. Buscar un curro de mierda otra vez. ¿Teleoperador? Me corto las venas. Sofía. Esto va a ser un mazazo para ella tanto si accedo como si no, porque no podré ocultarle lo que ha pasado. Una cosa es mentirle con lo del póquer y otra muy distinta no contarle lo de hoy. Si les ayudo, para ella podrían ser unas vacaciones largas en un pueblecito tranquilo. A Sofía le vendría muy bien un tiempo sin tener que echar esos turnos horribles de camarera en bares de mierda. Y a su túnel carpiano mucho mejor. ¿Pero qué coño estoy diciendo? Lo más seguro es que cuando le cuente todo esto me deje, con toda la razón del mundo. Por lo menos me llevo veinte mil y la satisfacción de joderle la vida a los siguientes Arturos que vayan a ver al Tuerto.
Bajo la pistola.
—All in.